Los abrazos dejan huella en nuestros genes. La ciencia nos acaba de demostrar algo maravilloso: el contacto físico, reconfortar a los bebés con nuestra piel, con nuestras caricias y afecto constante deja una impronta en sus cerebros. Esta huella molecular queda impresa en sus genes como tinta indeleble, mediando así en su personalidad o en su sistema inmunitario y metabólico.
El ser humano necesita del contacto de sus seres significativos para alcanzar todo su potencial. Queda claro que nadie muere por carencia de afecto, que el hecho de no ser tocados con amor no hará que perdamos la vida de un día para otro. Sin embargo, y por decirlo de algún modo, sí nos marchitaremos, sí sufriremos de esa hambre de validación y de nutrientes con los que sentirnos más seguros y realizados como personas.
Cuerpo, mente y piel comparten una conexión que va más allá de nuestros centros neuronales o receptores sensitivos. Son esos escenarios donde marcadores biológicos como la oxitocina orquestan procesos básicos y esenciales. Así, y aunque a menudo se diga aquello de que los abrazos son la medicina para el alma, en realidad podríamos ir más allá para afirmar que tocar y ser tocados mejora nuestra epigenética.
Son improntas de amor que una generación puede dejar en otra. Una afirmación de este calado puede despertar nuestro escepticismo; frente a él, hay estudios que la sostienen más allá de los dictados de la intuición. Es una evidencia que nos invita a la reflexión, generando la necesidad de asentar esa base donde asumir que el afecto constante en el recién nacido mediará en su capacidad para cuidar de quienes le rodean.
“Si encuentras a una persona así, alguien a quien puedas abrazar y con la que puedas cerrar los ojos a todo lo demás, puedes considerarte muy afortunado. Aunque solo dure un minuto, o un día”.
-Patrick Rothfuss-
Cuerpo, mente y piel comparten una conexión que va más allá de nuestros centros neuronales o receptores sensitivos. Son esos escenarios donde marcadores biológicos como la oxitocina orquestan procesos básicos y esenciales. Así, y aunque a menudo se diga aquello de que los abrazos son la medicina para el alma, en realidad podríamos ir más allá para afirmar que tocar y ser tocados mejora nuestra epigenética.
Son improntas de amor que una generación puede dejar en otra. Una afirmación de este calado puede despertar nuestro escepticismo; frente a él, hay estudios que la sostienen más allá de los dictados de la intuición. Es una evidencia que nos invita a la reflexión, generando la necesidad de asentar esa base donde asumir que el afecto constante en el recién nacido mediará en su capacidad para cuidar de quienes le rodean.
“Si encuentras a una persona así, alguien a quien puedas abrazar y con la que puedas cerrar los ojos a todo lo demás, puedes considerarte muy afortunado. Aunque solo dure un minuto, o un día”.
-Patrick Rothfuss-
Los abrazos dejan huella en nuestros genes, también la falta de ellos
Hay una realidad tan dramática como triste de la que no siempre se habla. Nos referimos a los niños que crecen en orfanatos. Los expertos en desarrollo infantil saben que en los países más desfavorecidos hay salas nido donde los bebés no emiten ni un solo sonido. Esas salas de silencio revelan la respuesta de unos pequeños que han aprendido de manera temprana que llorar no les va a servir de nada.
En esos submundos nadie acude a consolarlos, a sostenerlos en brazos, a nutrirlos de ese afecto donde aliviar miedos y cubrir necesidades emocionales. Algo así termina impactando en sus vidas de manera inevitable. Estudios, como el llevado a cabo en la Universidad de Wisconsin por parte del psicopatólogo Seth Pollak, nos señalan que su desarrollo cognitivo presentará carencias, que serán más vulnerables al estrés y ansiedad, incidiendo de manera indirecta y negativa en el sistema inmunitario.
Crecer con abrazos o crecer con la falta de ese contacto físico afecta a nuestro devenir como seres humanos. Y la clave de todo ello está en nuestro ADN y al llamativo mecanismo que conforma eso llamado ‘epigenética’. Conozcamos más datos a continuación.
¿De qué manera los abrazos dejan huella en nuestros genes?
Fue en la revista científica Development and Psychopathology donde se publicó un estudio llevado a cabo por la Universidad de British Columbia en Canadá. En él, la doctora Sarah Moore nos hablaba por primera vez de un dato fascinante. La cantidad de contacto cercano, de afecto reconfortante, abrazos, caricias y palabras que reciben los bebés no solo les ayuda a sentirse seguros y queridos. También…
- Los abrazos dejan huella en nuestros genes y lo hacen por esos cambios moleculares que genera el contacto físico.
- El tacto afecta al epigenoma. Es decir, el hecho de recibir caricias, abrazos y ese contacto constante en los primeros meses de vida, induce cambios químicos en nuestras proteínas y ADN.
- Todo ello revierte en el comportamiento posterior del niño: menos llanto, mejor alimentación, mejor comportamiento, un desarrollo motor y psicológico más óptimo…
- Asimismo, hay un dato muy llamativo. Se ha podido ver que esos cambios tempranos en el epigenoma, cambian la estructura de la cromatina produciendo así, cambios en el propio genoma. ¿Qué significa esto? Básicamente que las condiciones ambientales en las que crecemos afectará también a nuestra descendencia.
¿Y qué hay de los adultos? ¿Cómo nos benefician los abrazos?
Los abrazos que recibimos en los primeros meses consolidan en nosotros una huella profunda. Tanto es así, que esa cuota de mimos, afectos, caricias y contacto piel con piel no solo determina el buen desarrollo neurológico de un bebé.
Además, esa manifestación temprana de amor sincero revierte incluso en las generaciones posteriores, algo que de algún modo, ya habíamos comprobado con estados de carestía. Es decir, los traumas vividos por una generación pueden pasar a la siguiente, tal y como pudo verse en un estudio llevado a cabo por el equipo del Dr. Torsten Santavirta, de la Universidad de Uppsala, donde se vieron los efectos de la Segunda Guerra Mundial en diversas familias.
Ahora bien ¿qué ocurre en las edades adultas? ¿Tienen quizá el mismo efecto? Los abrazos en la madurez sigue revertiendo de manera muy saludable en nuestro cerebro. El detonante de ese bienestar, capaz de aliviar el estrés y la ansiedad, está en un neurotransmisor que actúa también como hormona: la oxitocina.
Todos necesitamos tocar y ser tocados. Nuestra piel, sea cual sea nuestra edad, necesita de ese lenguaje que en muchos casos está por encima de las palabras. Las caricias, los abrazos actúan como esa savia que nutre nuestras raíces para entrelazar vínculos, apagar incertidumbres y construir entornos más felices donde desarrollarnos como personas.
Valeria Sabater
Los abrazos que recibimos en los primeros meses consolidan en nosotros una huella profunda. Tanto es así, que esa cuota de mimos, afectos, caricias y contacto piel con piel no solo determina el buen desarrollo neurológico de un bebé.
Además, esa manifestación temprana de amor sincero revierte incluso en las generaciones posteriores, algo que de algún modo, ya habíamos comprobado con estados de carestía. Es decir, los traumas vividos por una generación pueden pasar a la siguiente, tal y como pudo verse en un estudio llevado a cabo por el equipo del Dr. Torsten Santavirta, de la Universidad de Uppsala, donde se vieron los efectos de la Segunda Guerra Mundial en diversas familias.
Ahora bien ¿qué ocurre en las edades adultas? ¿Tienen quizá el mismo efecto? Los abrazos en la madurez sigue revertiendo de manera muy saludable en nuestro cerebro. El detonante de ese bienestar, capaz de aliviar el estrés y la ansiedad, está en un neurotransmisor que actúa también como hormona: la oxitocina.
Todos necesitamos tocar y ser tocados. Nuestra piel, sea cual sea nuestra edad, necesita de ese lenguaje que en muchos casos está por encima de las palabras. Las caricias, los abrazos actúan como esa savia que nutre nuestras raíces para entrelazar vínculos, apagar incertidumbres y construir entornos más felices donde desarrollarnos como personas.
Valeria Sabater
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