Las etiquetas son la forma más común y rápida que tenemos a nuestro alcance para hacernos una idea de la naturaleza de lo que tenemos delante y hacerlo, además, a simple vista. En este sentido son herramientas muy útiles. Pero etiquetar personas o autoetiquetarse supone asignar una tipología y unas características que pueden ser muy negativas, con independencia de que sean ciertas o no.
En algunas circunstancias pueden ayudar, pero en la mayor parte de los casos se limitan a categorizar a alguien sin demasiada precisión. Se asignan así unas características que probablemente no se tengan, aunque pueden llegar a tenerlas solo por la identificación con determinadas etiquetas.
Las etiquetas y el autoconocimiento
A pesar de la necesidad de utilizar nombres para categorizar conductas, hay que tener en cuenta que las etiquetas encasillan. Están basadas en estereotipos y generalmente nos conducen al desarrollo de un rol en muchos casos no es propio ni natural en la persona. “Vago”, “mala influencia“, “lento”, etc. Son algunas de las muchas etiquetas que se pueden imponer.
Muchas de ellas se colocan en edades muy tempranas. Son malas en la infancia, pero es la adolescencia cuando este fenómeno puede lastrar de manera importante el crecimiento. Además, en muchos casos son el resultado de las proyecciones y las carencias de los padres y los educadores. Reflejan así sus propias debilidades, pero también su falta de conocimiento y capacidad para lidiar con los niños en fases críticas de su desarrollo.
El resultado es que algunas personas pueden interiorizar estas etiquetas y comportarse “como se espera de ellas” incluso fuera del contexto en el que les han asignado esas etiquetas, atribuyéndose características que les han hecho desarrollar actitudes que nada tienen que ver en realidad con ellos. Estas actitudes, especialmente las más negativas, afectan de forma muy significativa a la autoestima, el autoconocimiento y la motivación.
A pesar de la necesidad de utilizar nombres para categorizar conductas, hay que tener en cuenta que las etiquetas encasillan. Están basadas en estereotipos y generalmente nos conducen al desarrollo de un rol en muchos casos no es propio ni natural en la persona. “Vago”, “mala influencia“, “lento”, etc. Son algunas de las muchas etiquetas que se pueden imponer.
Muchas de ellas se colocan en edades muy tempranas. Son malas en la infancia, pero es la adolescencia cuando este fenómeno puede lastrar de manera importante el crecimiento. Además, en muchos casos son el resultado de las proyecciones y las carencias de los padres y los educadores. Reflejan así sus propias debilidades, pero también su falta de conocimiento y capacidad para lidiar con los niños en fases críticas de su desarrollo.
El resultado es que algunas personas pueden interiorizar estas etiquetas y comportarse “como se espera de ellas” incluso fuera del contexto en el que les han asignado esas etiquetas, atribuyéndose características que les han hecho desarrollar actitudes que nada tienen que ver en realidad con ellos. Estas actitudes, especialmente las más negativas, afectan de forma muy significativa a la autoestima, el autoconocimiento y la motivación.
El poder de las palabras
Las etiquetas pueden conducir a asumir roles y a interiorizarlos como propios a pesar de tener poco o nada de reales. Incluso cuando son positivas pueden generar una gran cantidad de estrés y ansiedad por las expectativas que arrastran. Se emiten juicios y atribuimos una serie de características a los demás porque hacerlo en muchos casos no hace la vida más fácil. Pero estas etiquetas, en muchos casos, son solo eso, juicios y opiniones subjetivas que no están bien fundamentadas.
Las etiquetas nos moldean como personas. Es posible que todos hayamos tenido un momento de debilidad sin que esa debilidad nos defina. Pues bien, las etiquetas van en el sentido contrario porque se adjuntan al “ser”. Identifican a los demás como egoístas o generosos, inteligentes o tontos. Cuando, que seamos más o menos inteligentes, más o menos generosos en muchas ocasiones dependen de las circunstancias y de la generosidad de los ojos que nos juzguen.
Imaginemos lo contrario. Cuando nos etiquetan como personas fuertes. Una etiqueta en principio positiva, deseable. Sin embargo, cuidado, porque puede hacer que nos juzguemos o juzguemos a los demás en un momento de debilidad. Etiquetarnos como personas fuertes también implica en parte privarnos de esos momentos y obligarnos a permanecer fuertes en todas las circunstancias. Esto acarrea una responsabilidad y unas expectativas propias y ajenas a las que es complicado responder.
Revisar las etiquetas
El proceso de revisión y superación de etiquetas requiere de cierto trabajo interior que pasa por el reconocimiento de aquellas que nos hacen mal o ya no nos sirven. Requiere de un análisis del autoconcepto en busca de aquellas características con las que cargamos y que poco se ajustan a la realidad. Por otro lado, en caso de que se ajusten, muchas veces es más fácil cambiar la realidad que las etiquetas. Aquello de que, siempre, algo queda…
El proceso pasa también por la elaboración de afirmaciones contrarias a estas etiquetas y la revisión de nuestras actitudes para comprobar si nuestra disposición renovada es acorde con la nueva configuración a la que aspiramos donde no cabe aquello que hemos decidido tirar y, por el contrario, sí lo hace aquello que hemos decidido incorporar.
¿Te animas a hacer este viaje?
Sonia Budner
Las etiquetas pueden conducir a asumir roles y a interiorizarlos como propios a pesar de tener poco o nada de reales. Incluso cuando son positivas pueden generar una gran cantidad de estrés y ansiedad por las expectativas que arrastran. Se emiten juicios y atribuimos una serie de características a los demás porque hacerlo en muchos casos no hace la vida más fácil. Pero estas etiquetas, en muchos casos, son solo eso, juicios y opiniones subjetivas que no están bien fundamentadas.
Las etiquetas nos moldean como personas. Es posible que todos hayamos tenido un momento de debilidad sin que esa debilidad nos defina. Pues bien, las etiquetas van en el sentido contrario porque se adjuntan al “ser”. Identifican a los demás como egoístas o generosos, inteligentes o tontos. Cuando, que seamos más o menos inteligentes, más o menos generosos en muchas ocasiones dependen de las circunstancias y de la generosidad de los ojos que nos juzguen.
Imaginemos lo contrario. Cuando nos etiquetan como personas fuertes. Una etiqueta en principio positiva, deseable. Sin embargo, cuidado, porque puede hacer que nos juzguemos o juzguemos a los demás en un momento de debilidad. Etiquetarnos como personas fuertes también implica en parte privarnos de esos momentos y obligarnos a permanecer fuertes en todas las circunstancias. Esto acarrea una responsabilidad y unas expectativas propias y ajenas a las que es complicado responder.
Revisar las etiquetas
El proceso de revisión y superación de etiquetas requiere de cierto trabajo interior que pasa por el reconocimiento de aquellas que nos hacen mal o ya no nos sirven. Requiere de un análisis del autoconcepto en busca de aquellas características con las que cargamos y que poco se ajustan a la realidad. Por otro lado, en caso de que se ajusten, muchas veces es más fácil cambiar la realidad que las etiquetas. Aquello de que, siempre, algo queda…
El proceso pasa también por la elaboración de afirmaciones contrarias a estas etiquetas y la revisión de nuestras actitudes para comprobar si nuestra disposición renovada es acorde con la nueva configuración a la que aspiramos donde no cabe aquello que hemos decidido tirar y, por el contrario, sí lo hace aquello que hemos decidido incorporar.
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