La herida de la separación de un niño de sus padres no se olvida nunca. Es inmensa, desgarradora y deja serias secuelas que perduran en el tiempo de forma casi irreparable. Esto mismo es lo que están experimentando muchos de esos pequeños que han sido separados de forma abrupta (y violenta) de sus padres en la frontera entre Estados Unidos y México.
Hay imágenes que, de algún modo, dejan impresas la esencia más adversa y deshumanizada de nuestra raza. A mediados de junio, los rotativos de medio mundo abrían con varias fotografías y vídeos del Valle de Río Grande, en el sur de Texas. Aquí y a lo largo de la frontera, se han alzado un conjunto de instalaciones donde decenas de niños lloraban y preguntaban por sus familias mientras eran hacinados en jaulas metálicas.
Reconocer el impacto de la herida de la separación prolongada entre padres e hijos, nos obliga a establecer medidas para garantizar que las familias no se separen bajo ninguna condición o circunstancia.
Eran hijos de inmigrantes centroamericanos que acaban de entrar de forma ilegal en el país. Eran pequeños que acaban de vivir un momento muy traumático: ser separados de forma violenta de sus progenitores. Se sabe que desde mayo de este mismo año el gobierno estadounidense ha separado a más de dos mil niños de sus padres y madres siguiendo la política de “tolerancia cero”, dispuesta por Donald Trump.
Si bien es cierto que hace solo unos días el propio presidente ha revocado esta política de separación ante la presión social, se sabe que muchas de esas reagrupaciones aún no se han hecho. Aún más, tal y como nos dicen los expertos en psicología infantil, el daño ya esta hecho, y la herida que puede haberles dejado este trance será en muchos casos irreparable.
La herida de la separación, una marca imborrable
La imagen que encabeza este artículo es la que ha dado la vuelta al mundo por su expresividad, por ese rictus de angustia y desconcierto contenido en un rostro infantil. Es una niña hondureña de dos años que acaba de ser detenida junto a su madre en la frontera. Se sabe que en este caso, madre e hija no fueron separadas. Sin embargo, ella no es ajena a ese instante de angustia, de amenaza por parte de la autoridad, y de ese miedo afilado y profundo que seguramente vería en la expresión de su propia madre.
Los psicólogos llevan más de 70 años estudiando el efecto del trauma en la mente infantil. Se sabe que nada puede afectar tanto al desarrollo físico, neurológico y emocional que el trauma ocasionado por una separación. Por esa privación temporal o duradera del apego de los progenitores. Buena parte de esos dos mil pequeños separados de sus familias en los centros de internamiento fueron distanciados de sus madres, padres o tíos del peor modo posible: con violencia.
Este hecho intensifica aún más el impacto del trauma. Se sabe que, tras esas separaciones, los pequeños pasan por tres fases: protesta, desesperación y más tarde, el desapego. En estos casos, no importa si quiera si son bien alimentados o si se cubren sus necesidades físicas. El vacío por la falta de sus progenitores y la ausencia de esa figura familiar que suministra afecto, seguridad y atención les conduce a un estado de indefensión absoluta.
La angustia, el origen de la herida
La herida de la separación parte de una fuente indiscutible: la angustia. El ser humano esta programado para responder de ese modo. Es decir, cuando somos separados de nuestra familia y de quien es en esencia, nuestro principal núcleo social, experimentamos una combinación de estrés, miedo e incertidumbre. Todas esas emociones definen la angustia emocional, y no importará por ejemplo que sean malos padres, la simple experiencia de ser separados de ellos nos sitúa en un estado de desesperación absoluta.
Poco a poco, esa situación de angustia mantenida altera la fisiología del niño. El estrés y las hormonas, como el cortisol, empiezan a hacer estragos en un organismo aún inmaduro, en un cerebro aún en crecimiento, en una mente donde poco a poco se irá consolidando el trauma.
Reconocer el impacto de la herida de la separación prolongada entre padres e hijos, nos obliga a establecer medidas para garantizar que las familias no se separen bajo ninguna condición o circunstancia.
Eran hijos de inmigrantes centroamericanos que acaban de entrar de forma ilegal en el país. Eran pequeños que acaban de vivir un momento muy traumático: ser separados de forma violenta de sus progenitores. Se sabe que desde mayo de este mismo año el gobierno estadounidense ha separado a más de dos mil niños de sus padres y madres siguiendo la política de “tolerancia cero”, dispuesta por Donald Trump.
Si bien es cierto que hace solo unos días el propio presidente ha revocado esta política de separación ante la presión social, se sabe que muchas de esas reagrupaciones aún no se han hecho. Aún más, tal y como nos dicen los expertos en psicología infantil, el daño ya esta hecho, y la herida que puede haberles dejado este trance será en muchos casos irreparable.
La herida de la separación, una marca imborrable
La imagen que encabeza este artículo es la que ha dado la vuelta al mundo por su expresividad, por ese rictus de angustia y desconcierto contenido en un rostro infantil. Es una niña hondureña de dos años que acaba de ser detenida junto a su madre en la frontera. Se sabe que en este caso, madre e hija no fueron separadas. Sin embargo, ella no es ajena a ese instante de angustia, de amenaza por parte de la autoridad, y de ese miedo afilado y profundo que seguramente vería en la expresión de su propia madre.
Los psicólogos llevan más de 70 años estudiando el efecto del trauma en la mente infantil. Se sabe que nada puede afectar tanto al desarrollo físico, neurológico y emocional que el trauma ocasionado por una separación. Por esa privación temporal o duradera del apego de los progenitores. Buena parte de esos dos mil pequeños separados de sus familias en los centros de internamiento fueron distanciados de sus madres, padres o tíos del peor modo posible: con violencia.
Este hecho intensifica aún más el impacto del trauma. Se sabe que, tras esas separaciones, los pequeños pasan por tres fases: protesta, desesperación y más tarde, el desapego. En estos casos, no importa si quiera si son bien alimentados o si se cubren sus necesidades físicas. El vacío por la falta de sus progenitores y la ausencia de esa figura familiar que suministra afecto, seguridad y atención les conduce a un estado de indefensión absoluta.
La angustia, el origen de la herida
La herida de la separación parte de una fuente indiscutible: la angustia. El ser humano esta programado para responder de ese modo. Es decir, cuando somos separados de nuestra familia y de quien es en esencia, nuestro principal núcleo social, experimentamos una combinación de estrés, miedo e incertidumbre. Todas esas emociones definen la angustia emocional, y no importará por ejemplo que sean malos padres, la simple experiencia de ser separados de ellos nos sitúa en un estado de desesperación absoluta.
Poco a poco, esa situación de angustia mantenida altera la fisiología del niño. El estrés y las hormonas, como el cortisol, empiezan a hacer estragos en un organismo aún inmaduro, en un cerebro aún en crecimiento, en una mente donde poco a poco se irá consolidando el trauma.
El apego es un derecho fundamental en el ser humano
Ningún niño debería experimentar la separación traumática de sus padres. En la actualidad, y dados los continuos fenómenos migratorios que acontecen cada día en todo el mundo, debería establecerse una prioridad esencial: el agrupamiento familiar. No podemos olvidar por ejemplo todas las vivencias previas que esos pequeños llevan tras sus espaldas junto a sus progenitores: el abandono de un hogar, de una casa y la dureza de un viaje que nunca es precisamente fácil ni cómodo.
Si a ello le añadimos la separación y el aislamiento, el impacto es devastador. Crecerán niños con graves trastornos psicológicos y con serios problemas de integración. Es necesario defender el derecho del apego como algo fundamental en el ser humano, como ese hilo que nunca debe romperse entre un niño y sus padres.
Al fin y al cabo, como decía John Bowlby, un niño pequeño no conoce aún qué es la muerte, pero sí sabe qué es la ausencia de una madre o un padre. Si las únicas personas que pueden satisfacer sus necesidades, no están, él se sentirá toda la angustia que puede derivarse de la peor de las amenazas. La herida de la separación empezará abrirse, siendo después muy difícil de cerrar.
Valeria Sabater
Ningún niño debería experimentar la separación traumática de sus padres. En la actualidad, y dados los continuos fenómenos migratorios que acontecen cada día en todo el mundo, debería establecerse una prioridad esencial: el agrupamiento familiar. No podemos olvidar por ejemplo todas las vivencias previas que esos pequeños llevan tras sus espaldas junto a sus progenitores: el abandono de un hogar, de una casa y la dureza de un viaje que nunca es precisamente fácil ni cómodo.
Si a ello le añadimos la separación y el aislamiento, el impacto es devastador. Crecerán niños con graves trastornos psicológicos y con serios problemas de integración. Es necesario defender el derecho del apego como algo fundamental en el ser humano, como ese hilo que nunca debe romperse entre un niño y sus padres.
Al fin y al cabo, como decía John Bowlby, un niño pequeño no conoce aún qué es la muerte, pero sí sabe qué es la ausencia de una madre o un padre. Si las únicas personas que pueden satisfacer sus necesidades, no están, él se sentirá toda la angustia que puede derivarse de la peor de las amenazas. La herida de la separación empezará abrirse, siendo después muy difícil de cerrar.
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