Hay dos tipos de dolor: uno capaz de encerrarnos en nosotros mismos, ese que crea traumas, ese por cuyas heridas ya no suele entrar la luz. El otro es el que nos enseña, el que nos confiere un corazón de grafeno y esa fortaleza inconmensurable donde además, se aviva en nosotros la capacidad de conectar mucho mejor con los demás, de ser más sensibles y receptivos al sufrimiento ajeno.
Decía Dante que quien sabe de dolor sabe de todo. Ahora bien, ¿quiere decir esto que estamos casi obligados a tener que sufrir para adquirir un auténtico aprendizaje de lo que es la vida? Hay matices. En realidad, podríamos decir que en lo que se refiere al plano psicológico y a ese escenario más íntimo, atómico a la vez que extraño que define nuestro universo interno, hay detalles que conviene desgranar, afinar e hilvanar.
“Si tuviera la posibilidad de elegir entre la experiencia del dolor y la nada, elegiría el dolor”.
-William Faulkner-
El primer aspecto a en cuenta es que el dolor surge del cerebro. Es él quien tras recibir determinadas señales de nuestro entorno, de nuestro cuerpo y de nuestros sentidos, las interpreta en pocos segundos y decide al instante si generar o no una sensación e dolor. Es como un alarma, cómo quien oprime el botón del pánico cuando está siendo atacado, cuando algo o alguien atenta contra nuestro bienestar físico o emocional. Contra nuestra supervivencia misma.
Sin embargo, y aquí viene sin duda lo más interesante, toda señal de dolor sentida y percibida tiene una finalidad. Son señales de advertencia que no podemos ignorar y ante las cuales, hay que reaccionar. Cuando ponemos el dedo en el fuego el cerebro nos enviará una señal de dolor intenso, pero cuando lo retiremos, enviará al instante una serie de neuroquímicos con los que aliviar el sufrimiento.
Así, en el plano emocional ocurre casi lo mismo que en el físico. Cuando sufrimos un trauma, cuando experimentamos una decepción, una ruptura, etc., el cerebro también interpreta estos hechos como agresiones, como auténticas “quemaduras”. El dolor es una invitación directa a que reaccionemos, a que actuemos, a que pongamos en práctica adecuadas estrategias de afrontamiento, a que apartemos la mano del fuego… Y el aprendizaje obtenido sobre ello, ya nunca se olvida.
El dolor y la felicidad
Fue Aldous Huxley quien nos enseñó que vivir en un estado de placer sin fin puede erigir auténticas sociedades distópicas, tal y como pudimos descubrir en su novela ” Un mundo feliz” . Aunque la idea de placer sin fin nos parece idílico, la realidad es a menudo muy diferente. De algún modo, podríamos decir casi sin equivocarnos, que el ser humano necesita “pequeños” toques o pinchazos de dolor para experimentar el contraste del placer.
Por ejemplo, pocas cosas pueden ser más reconfortantes en una fría noche de invierno que llegar a casa y tomarnos un chocolate caliente. Los atletas, por su parte, experimentan también una notable euforia después de un intenso esfuerzo físico, ahí donde las endorfinas y otros opiáceos endógenos median en esa sensación de bienestar tan reconfortante que aplaca, en cierta medida, el dolor de un cuerpo que se lleva al límite.
Si decimos por tanto que el dolor puede en realidad aumentar el sentimiento de placer y la felicidad no es ninguna contradicción, no es ninguna ironía. Son muchos los estudios publicados al respecto de esta relación, como el publicado en la revista “Personality and Social Psychology Review“, donde se nos explica que el sufrimiento puntual y adecuadamente gestionado y afrontado, promueve la sensación de placer y nos mantiene conectados con el mundo que nos rodea.
Pensemos por ejemplo en todas esas veces a lo largo de nuestra vida, en que fuimos fuertes. Esos momentos en que no tuvimos otra opción más que la de ser valientes. Tal vez fue una enfermedad, tal vez una pérdida, puede que la peor decepción de nuestras vidas o la más traumática de las humillaciones.
Haber superado el periplo de ese viaje interno, desgarrador a instantes, durísimo siempre a la vez que privado, ha hecho que dispongamos ahora de un tendón psíquico excepcional. Gracias a él nos sentimos más libres, más dignos y con mejores herramientas para disfrutar y construir nuestra felicidad.
Manejar el dolor, aprender a dejar de sufrir
Señalábamos al inicio que el sufrimiento emocional es interpretado por nuestro cerebro como una auténtica quemadura. No lo decimos nosotros, no es una metáfora fácil, sino una realidad evidente que nos demostró una interesante investigación publicada hace unos años en la revista científica ‘Proceedings of the National Academy of Sciences’.
“Quien quisiera que el hombre no conociera el dolor, evitaría al mismo tiempo el conocimiento del placer y reduciría al mismo hombre a la nada”
-Michel de Montaigne-
Gracias a la neurociencia sabemos por tanto que cuando alguien nos dice aquello de que el “dolor está en tu cabeza” no se equivoca, es real y es auténtico, porque existe una estructura muy compleja, la corteza cingulada anterior, que no distingue entre el dolor psíquico y el corporal, para ella todo es lo mismo, y de ahí, lo devastador que nos resulta en ocasiones el sufrimiento emocional…
Ahora bien, si el sufrimiento se localiza en nuestra cabeza y lo rige el cerebro… ¿Podemos “desactivarlo”? En lo primero que suelen pensar muchas personas es en los fármacos. Bien, cabe recordar que ni los analgésicos ni los antidepresivos son la solución, porque lo que consiguen en la corteza cingulada es adormecer el dolor, pero jamás lograrán apaciguar o resolver la angustia emocional.
El dolor, y esto conviene recordarlo, es una llamada de atención. Es el faro incandescente que nos avisa desde la orilla de que hay un riesgo inminente, de que podemos chocar contra los arrecifes. Si decidimos escondernos en la bodega como un polizón no solucionaremos el problema: el riesgo seguirá ahí.
Por tanto, la única salida posible es girar el rumbo, alzar velas y tomar con fuerza el timón de nuestras vidas para buscar mares más serenos, corrientes más propicias y vientos más esperanzadores. El aprendizaje obtenido tras esta experiencia, nos hará únicos y nos conectará mucho más a la vida.
Valeria Sabater
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