Una buena educación enseña a poner límites a muchos de los deseos que gravitan en nuestra mente, para que no se materialicen finalmente mediante conductas. Deseos que de ser liberados a su antojo podrían hacerle daño a otros o a nosotros mismos. Sin embargo, de ahí a una educación que tenga por objetivo inhibir sistemáticamente nuestras emociones hay una distancia enorme.
Lo malo es que esto ocurre con relativa frecuencia. Un hijo puede plantear retos que superen la paciencia, especialmente cuando tienes que cumplir con un trabajo muy exigente, con una relación de pareja complicada o una historia de vida no muy placentera.
“Dime y lo olvido, enséñame y lo recuerdo, involúcrame y lo aprendo”
-Benjamin Franklin-
Por eso algunos padres se quejan, pretendiendo que sus hijos sean poco más que autómatas a los que puedan dirigir con exactitud y sin complicaciones. Que se queden quietos y callados, que no invadan su descanso ni amenacen con entorpecer su proyección profesional. Que obedezcan siempre y no pongan reparos. En suma: que aprendan por sí mismos a controlar sus impulsos o directamente que nazcan ya con esta habilidad asimilada.
Ningún padre quiere que el resultado de la educación que ofrece sea el de un hijo analfabeto en el manejo de las emociones. De hecho, muchos creen que enseñándoles a negar o ignorar sus emociones les están preparando para el mundo. Sin embargo, la realidad es muy distinta. Quien crece creyendo que encarcelar sus emociones es positivo, o vivirá preso de la culpa por no lograr contenerse o se estrellará con amargas realidades a lo largo de su existencia.
Los mecanismos para evitar relacionarnos con las emociones
Un niño es un ser inmaduro, que depende por completo de los adultos y, por eso mismo, les toma como referentes absolutos. Muchos padres no entienden que el objetivo de la educación es darles una mano firme para que aprendan a caminar por sí solos y vayan construyendo su camino. Por el contrario, implementan mecanismos para que ocurra todo lo contrario: que la dependencia se perpetúe y, con ella, la obediencia.
Estos padres implementan una educación en las que las emociones se contemplan como elementos perturbadores y que, por lo tanto, hay que apartar. ¿Cómo lo logran? A través de diversos mecanismos. Uno de ellos, muy utilizado por las madres, es el de vicitimizarse y, al mismo tiempo, culpabilizar al niño. “Si no comes, tu mamita va a ponerse triste”, le dicen. Parece inofensivo, pero este tipo de fórmulas se extienden hacia comportamientos cada vez más complejos.
También está, cómo no, la coacción directa: el miedo. Se aplican castigos severos y se condiciona al niño para que actúe en función del miedo al castigo. Lo peor es que se castigan comportamientos perfectamente saludables como llorar, enojarse, o reír demasiado. “Si sigues llorando, ya vas a ver qué pasa”, les dicen. “Deja de reírte, si no quieres que te castigue”, es otra de las frases usuales en el marco de este tipo de educación.
Probablemente el niño sí tiene motivos para llorar, para reír o para enojarse. Las emociones por sí mismas no son buenas o malas: son humanas. Un ser humano normal ríe, llora y se enoja. Lo que debemos aprender es a diseñar una frontera para que esas emociones no conduzcan a comportamientos poco saludables. Pero sentirlas, en sí, es completamente normal y sano. Sin embargo, a algunos padres los angustia demasiado que sus hijos experimenten tristeza o rabia. Por eso optan por el camino más fácil, pero también el más brutal: reprimir.
Vuélvete a educar, se puede
Es claro que esas marcas de la infancia son indelebles. Algo de ellas queda para siempre. Sin embargo, esto no quiere decir que no se puedan trabajar para que su impacto llegue a ser mínimo. Para lograrlo, lo primero es reconocer que ahí están, que existen y que nos entorpecen la vida.
Identificar los errores de los padres no significa irrespetarlos, ni quererlos menos, ni hacerles daño. Entiéndelo más bien como una forma de complementar o mejorar la educación que te dieron. De seguro, lo que todo padre o madre quieren es ver que su hijo sea feliz. A veces toman caminos equivocados para cumplir ese propósito y es ahí cuando tú, como adulto, puedes y debes reenfocar el camino.
Quizás aún siendo ya un adulto, piensas de la mima forma que te educaron: apartar las emociones es lo mejor para que no se trasformen en un estorbo. Incluso es posible que te vanaglories de ello y lo consideres una prueba de madurez. Que no lloras, aunque tengas ganas de hacerlo; solo respiras y aguantas. Que tus enojos son siempre razonables, jamás gritas y nunca te “sales de tus casillas”. Que eres “cerebral”, aunque de vez en cuando tengas accesos de angustia insoportables, o te bloquees frente a diferentes situaciones.
Piensa que si las emociones se desbordan no es porque sean peligrosas o negativas, sino porque nadie te enseñó a regularlas o a utilizar su energía tu favor. Además, en tu afán por guardarlas, es posible que hayas acumulado tan cantidad de energía emocional que has tenido que explotar, causando muchos más daños de los que hubieran ocasionado esas emociones si las hubieras regulado con inteligencia.
La mala noticia es que nadie te enseñó. Nadie te dijo que ellas formaban parte de ti y que sentías precisamente para tener un vida mejor. La buena noticia es que estás a tiempo de empezar a darles una oportunidad y comenzar una relación distinta con ellas. Por eso, desde este pequeño rincón, te quiero invitar a que la aproveches.
Edith Sánchez
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