Decía uno de los grandes filósofos clásicos, concretamente Platón en su teoría de la reminiscencia, que aprender es recordar. Recordar lo que nuestras almas ya conocían y que olvidaron al caer al mundo cavernario de los sentidos: en el que no se manifiesta lo verdadero, sino las sombras de lo verdadero.
Para hablar de este tipo de aprendizaje Platón toma como referencia a las matemáticas. Lo hace porque en esta disciplina podemos encontrar enunciados que se validan dentro del propio mundo matemático, sin necesidad de acudir a un laboratorio o de medir variables que introduzcan incertidumbre en los resultados. De esta manera, la verdad no saldría del mundo exterior sino de la razón propia, mostrando cómo la mente -o el alma en términos platónicos- es capaz de producir información que puede validarse de manera universal.
Apoyando la inseguridad platónica, el estudio de la percepción en psicología ha demostrado que efectivamente nuestros sentidos son fáciles de engañar. Especialmente relevante -porque es el sentido que más utilizamos- es la inocencia de nuestra vista y de las células que interpretan la información que nos llega nuestro cerebro a través de los nervios ópticos.
Pero no solo como interpretadores patinamos, sino que también lo hacen algunas de nuestras capacidades. Sin que nos demos cuenta, alguien externo puede tomar el control de nuestra atención o crear el ambiente propicio para que inventemos recuerdos o en nuestra memoria se modifiquen algunos detalles de los mismos. Detalles que pueden tener unas repercusiones importantes cuando se modifican, por ejemplo, a la hora de que un testigo afronte una ronda de reconocimiento.
El aprendizaje: mirar hacia dentro, mirar hacia fuera
Así, al idealista de Platón no le faltaba razón al decir que quizás nos fiamos demasiado del aprendizaje entendido de manera clásica: un estudiante, unos codos, una mesa y un manual de los que pesan, complementado con los apuntes del profesor. De una manera más naturalista: mirar a nuestro alrededor y observar, sintetizar y concluir.
De los filósofos clásicos y de su amor por la reflexión nos llega el aforismo griego “Conócete a ti mismo“, (que en griego clásico es γνῶθι σεαυτόν, transliterado como gnóthi seautón), que según Pausanias estaba escrito en el pronaos del templo de Apolo en Delfos. Estás tres palabras no dejan de ser la base de muchos manuales de autoayuda que hoy engalanan los escaparates de las librerías.
Sea este un aprendizaje válido o no, lo que sí se plantea esta inscripción atribuida a tantos filósofos es un tipo de aprendizaje diferente. Por lo sintética que es, podríamos pensar que nos dice que lo que tenemos que hacer es conocernos a nosotros mismos como lo hacemos con una pareja romántica, para amarnos y querernos.
Otra interpretación más pragmática sería aquella que habla de explorar nuestros límites, para explotar al máximo nuestras capacidades. En cualquier caso, en ningún momento relega a los sentidos, no dice que ese aprendizaje no pueda darse en la caverna de la que Platón pretendía que saliéramos.
Aprender es soltar lo prendido
Otra forma de aprendizaje es aquella que tiene que ver con desnudarnos. No en un sentido erótico, aunque el proceso al principio perezoso no pueda rodearse, una vez emprendido, de cierto placer. Se trata del aprendizaje como abandono de lo prendido. Se trataría de un aprendizaje como búsqueda de aquello que nos sobra. Lejos de ser una manera arcaica de entender el aprendizaje, algunas de las llamadas “terapias de tercera generación” se sitúan, en parte, en esta perspectiva.
Hablamos de identificar aquellas programaciones, como pueden ser los estilos de afrontamiento, que sistemáticamente se encuentran en la base de nuestros errores y que actúan de manera limitante. Lo prendido “a soltar”, lejos del mundo cognitivo, también pueden ser sentimientos, como el resentimiento: ese enfado no manifestado y guardado que nos golpea constantemente, nos tumba y nos llena los ojos de lágrimas. Finalmente también pueden ser personas que no nos hacen ningún bien.
Por otro lado, el planteamiento del aprendizaje en estos términos nos recuerda algo que acompaña nuestra condición de humanos y que se dice mucho de los niños pequeños: somos esponjas. Dicho de otra manera, podemos asimilar conocimiento de manera activa, pero eso no hace que dejemos de asimilar otro gran montón de elementos de manera pasiva y sin que necesariamente haya conciencia en ello. Así, podemos decir que se nos pegan muchos conocimientos, tanto deseables como indeseables.
Es precisamente el examen de estos conocimientos y la eliminación o el descarte de los malos lo que pretende esta manera de aprender. Practicándola enriquecemos aún más la escritura que algún filósofo dejó hace siglos en el templo de Apolo y, de paso, nuestra vida.
Sergio De Dios González
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