¿Qué es un viaje sagrado?
El escritor británico de origen indio Pico Iyer lo expresó de forma inmejorable: “Viajamos, primero para perdernos y después para encontrarnos”. Eso es lo que nos ocurre en la mayoría de los viajes: dejamos de ser el personaje que somos en la rutina de nuestro entorno habitual para “perdernos” en un mundo ajeno y distinto. Y si estamos mínimamente abiertos, la inmersión y adaptación a unas circunstancias y a un medio ajenos nos lleva a cuestionar mucho de lo que habíamos dado por sentado.
En cada viaje descubrimos cosas que nos resuenan y que queremos incorporar a nuestro yo, y otras cosas que nos resultan demasiado extrañas y que nos reafirman en “lo nuestro”. Y ese conjunto de experiencias nos invita a redefinirnos y evolucionar a otra versión de nosotros mismos. La inmersión en “lo otro” nos permite reencontrarnos con nuestra esencia, porque nuestro yo original se había amoldado en exceso a nuestro entorno habitual y lo habíamos perdido de vista.
Esta experiencia del viajero de “perderse fuera para rencontrarse con uno mismo” ocurre de forma mucho más intensa en un viaje sagrado. ¿Por qué? Por una especial conjunción de los tres elementos básicos de todo viaje: los destinos, los viajeros y la guía.
La trascendencia de los destinos
Si admitimos que todo está vivo, consideraremos al planeta como un ser mucho más longevo, sabio y poderoso que nosotros. Y si podemos admitir también que tenga una red energética de puntos especiales (similar a los que desvela la acupuntura en el caso de nuestros cuerpos), entenderemos mejor por qué existen lugares que han sido considerados sagrados por culturas muy diversas a través de muchos siglos o incluso milenios.
Lo cierto es que incluso las personas ajenas al camino espiritual reconocen la esencia energética de un lugar cuando afirman que “tiene algo especial”. Pero los que estamos en ese camino vamos un poco más allá y tras un viaje sagrado, nos damos cuenta de que en realidad la idea de hacerlo no fue nuestra. Acabamos riéndonos de nuestra soberbia y reconocemos que el propio lugar fue el que nos llamó, y que fue la vida la que obró para que ocurriese lo que ya estaba escrito -saldar unas cuentas, despertar recuerdos, reencontrar personas y lugares, o experimentar algún tipo de activación de la que apenas somos conscientes-.
En este tipo de viaje es fácil perderse en la poderosa energía de un lugar que nos llamó. Pero es precisamente esa experiencia la que nos pone en nuestro sitio, recordándonos que siempre estamos siendo guiados de forma impecable por la propia Vida.
La actitud de los viajeros
La actitud del viajero hacia el lugar sagrado es distinta a la del turista. El viajero sagrado muestra un mayor respeto y apertura hacia el lugar, porque es mucho más consciente de su trascendencia.
Y su actitud hacia el viaje en sí también es distinta, porque está más abierto a la posibilidad de que le transforme. Suelen ser personas que tienen mucho más presente que la vida no entiende de casualidades y en vez de tratarla como enemiga, colaboran con ella.
Por otro lado, un viaje sagrado cuenta con la ventaja de la fuerza del grupo. Porque cuando un grupo de personas diversas se unen por un deseo común de crecer, descubrir y disfrutar, se crean muchas sinergias y la transformación se multiplica exponencialmente.
En mi caso, he constatado en los primeros días de un viaje sagrado fotografío los lugares sin importarme los viajeros, pero en los últimos días fotografío a los viajeros sin importarme los lugares. Darme cuenta de eso me ha servido para entender que mi intención de perderme en lugares en realidad me ha llevado a reencontrarme con las personas.
La sabiduría de la guía
Lo que hace que algunos viajemos repetidamente de esta manera es la forma de plantear los viajes. En mi experiencia, he constatado que combinan una planificación inteligente y práctica con un acompañamiento resolutivo y detallista. Y sobre todo, he sentido siempre un gran respeto hacia la vivencia de cada viajero como individuo y del grupo como colectivo.
Creo que conseguir esto no es fácil. Cualquier persona observadora se dará cuenta de que tras cada jornada de experiencias gratificantes se esconde mucho trabajo de rastreo, coordinación y negociación, y unas buenas dosis de intuición, mano izquierda y hasta buen fario.
Todos sabemos que las virtudes necesarias para capitanear un barco, dirigir un rodaje o conducir una orquesta son muchas y muy diversas. Pero organizar y guiar viajes sagrados supone además moverse en un terreno poco transitado y harto complejo, en el que es necesario combinar una logística totalmente terrenal con una gran sensibilidad energética.
No creo que resulte fácil moverse bien en ambos reinos sin una gran implicación personal, tanto a ese nivel físico y material como a nivel sutil. Por ello, cualquiera que se pare a pensarlo, deducirá que solo una gran alquimista es capaz de organizar transportes, rutas, alojamientos y actividades en entornos tan poderosos, mezclando a personas de orígenes muy diversos para conseguir que nuestro plomo gris transmute en reluciente oro.
Gabriel Magma
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