La ira es un pequeño monstruo que, si se deja crecer, es capaz de arrasarlo todo. Ninguno de nosotros ha escapado a algún momento de gran ofuscación. Casi todos sabemos lo que es decir o hacer algo motivados solamente por la rabia del momento. También sabemos que difícilmente acertamos en esas situaciones.
Hay algunas personas para quienes la ira no es una emoción rara. Todo lo contrario. Con frecuencia están de mal humor y se irritan con facilidad. Pero no solo se irritan, también explotan y desfogan su rabia hacia los demás. Lo más grave es que piensan que esto es normal o que sencillamente forma parte de su temperamento.
“Aunque te aconsejes tarde, mira, oh joven imprudente, que ser con ira valiente no es dejar de ser cobarde”.
-Pedro Calderón De La Barca-
Los accesos frecuentes de ira son señal de que hay un malestar. Esa molestia constante existe por algo. Hay tensión, intolerancia o dificultad para gestionar las emociones. También a veces hay formas de pensar que nutren y justifican la ira. Sin darnos cuenta, se convierten en un hábito. Estas son tres de ellas.
1. Suponer que todo se soluciona encontrando un culpable
Muchas personas sucumben a la tentación de buscar el origen de sus problemas en algo externo. Esta forma de pensar es poco útil y casi siempre impide resolver las dificultades. Más bien contribuye a generar nuevos problemas y es uno de los factores que desencadena la ira en muchas circunstancias.
Cuando ocurre algo desagradable o se produce un error, muchos dejan que la ira tome el control, pensando que así las circunstancias o los demás se amedrentaran y así no tendrán que volver a enfrentarse a la misma situación. Le dan rienda suelta a su rabia. Sienten que es legítimo hacerlo y no tardan en tratar de ubicar algún punto para enfocar su malestar. Tienden a buscar un culpable.
El objetivo de esto no es en realidad resolver el problema o reparar la falta. El propósito oculto es el de encontrar un chivo expiatorio para poder desatar la ira. Esto se cura cuando entendemos dos cosas. Primero, que si se trata de encontrar responsables, lo mejor es comenzar por nosotros mismos. Segundo, que culpabilizar no resuelve nada. Lo que se debe buscar es la causa de todo, analizarla y solucionarla.
“Aunque te aconsejes tarde, mira, oh joven imprudente, que ser con ira valiente no es dejar de ser cobarde”.
-Pedro Calderón De La Barca-
Los accesos frecuentes de ira son señal de que hay un malestar. Esa molestia constante existe por algo. Hay tensión, intolerancia o dificultad para gestionar las emociones. También a veces hay formas de pensar que nutren y justifican la ira. Sin darnos cuenta, se convierten en un hábito. Estas son tres de ellas.
1. Suponer que todo se soluciona encontrando un culpable
Muchas personas sucumben a la tentación de buscar el origen de sus problemas en algo externo. Esta forma de pensar es poco útil y casi siempre impide resolver las dificultades. Más bien contribuye a generar nuevos problemas y es uno de los factores que desencadena la ira en muchas circunstancias.
Cuando ocurre algo desagradable o se produce un error, muchos dejan que la ira tome el control, pensando que así las circunstancias o los demás se amedrentaran y así no tendrán que volver a enfrentarse a la misma situación. Le dan rienda suelta a su rabia. Sienten que es legítimo hacerlo y no tardan en tratar de ubicar algún punto para enfocar su malestar. Tienden a buscar un culpable.
El objetivo de esto no es en realidad resolver el problema o reparar la falta. El propósito oculto es el de encontrar un chivo expiatorio para poder desatar la ira. Esto se cura cuando entendemos dos cosas. Primero, que si se trata de encontrar responsables, lo mejor es comenzar por nosotros mismos. Segundo, que culpabilizar no resuelve nada. Lo que se debe buscar es la causa de todo, analizarla y solucionarla.
2. Creer que desatar la ira es positivo
Son muchos los que piensan que dejarse llevar por la ira es un signo positivo. Lo identifican con la fortaleza de carácter o con una forma de demostrar seriedad y preocupación. A veces también les gusta hacer exhibiciones de poder. Imponerse sobre los demás y obtienen un placer narcisista de ello.
Se trata de una visión obtusa de la realidad, de manera que la ira descontrolada se convierte en una muestra de debilidad. Prueba que se carece de control sobre las propias emociones. Que no se tiene la fortaleza suficiente como para mantener la calma.
Así mismo, la ira lleva a generar distancias y heridas que a veces son muy difíciles de reparar. Ese imponerse al otro a través de la ira siempre trae consecuencias. Principalmente a mediano y largo plazo. El narcisismo se paga con soledad y con rechazo.
3. Pensar que la gente debe comportarse de una forma específica
Pensar que los demás deben ser de un modo u otro solo conduce a la intolerancia. Y la intolerancia, a su vez, es uno de los principales alimentos de la ira. Pero no solo eso. Cuando crees que conoces el esquema dentro del cual deben actuar los demás, te privas de grandes aprendizajes e inmejorables oportunidades de crecer.
No es raro ver a alguien enfadarse mucho cuando otra persona no actúa como él piensa que debería hacerlo. Como si pudiera haber alguien en posesión de la verdad frente a todo o tener el control absoluto. Quienes piensan así, a veces van más allá. Piensan que la ira está justificada cuando los otros no cumplen con sus expectativas, por eso se apoderan de un derecho que en realidad no les asiste, el de reclamarles o agredirles cuando no lo hacen.
Aceptar a los demás como son es una de las bases del respeto y de la sana convivencia, también es el precedente indispensable para que también te acepten y te respeten. Dejarse llevar por la cólera porque los demás no hacen lo que quieres o esperas solo indica que te cuesta ir más allá de tus propios intereses.
La ira descontrolada es una emoción sumamente dañina. Afecta a quien la siente y a quien termina siendo objeto de ella. No conduce sino a la incomprensión, al maltrato y al deterioro de las relaciones. Si te identificas con esos mecanismos de pensamiento que favorecen la ira, es momento de que hagas un alto y los reconsideres.
Edith Sánchez
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