He pasado demasiado tiempo de mi vida intentando responsabilizar a los demás de mi bienestar. Les he echado en cara que no cumpliesen sus promesas, que no me quisiesen tal y como yo les quería, que no hiciesen aquello que prometían o que yo esperaba. Mis expectativas hacia el resto de personas que consideraba importantes para mi vida eran demasiado elevadas y así empecé a dejar en sus manos mi propia felicidad.
Pero llegó un día en que me sentí mal conmigo misma. Empecé a creer que manipulaba a los demás y, de alguna manera, así era. Los utilizaba para que me hiciesen felices. Si alguien no podía quedar conmigo para llevar a cabo un plan (paseo, ir al cine, etc.) porque le había surgido algo que le apetecía más yo me enfadaba y ya no hacía lo que tenía pensado. ¡Vaya! Mi vida dependía totalmente de las demás personas que tenía a mi alrededor. De lo que yo depositaba en ellas y de cómo ellas respondían.
Tenía un venda en los ojos que me impedía ver que las riendas de mi vida las debía tener yo y que jamás debía cedérselas a nadie.
Responsabilizar a los demás de mi propia felicidad
Responsabilizar a los demás de nuestra propia felicidad es un error. Una costumbre que augura sufrimiento, decepción, dolor, tristeza e, incluso, en los peores casos, hasta depresión. No nos damos cuenta de que esta dinámica provoca en nosotros una inestabilidad emocional muy grande. Ante este panorama, ¿cómo podremos gestionar nuestras emociones? Será imposible, ya que hemos depositado fuera el control que tenemos sobre ellas.
Pero la pregunta más importante es: “¿Por qué cometer la “estupidez” de dejar una responsabilidad y un privilegio tan importante y delicado en manos de los demás?“. La respuesta se encuentra en los miedos, las inseguridades, las creencias de cómo deben ser las relaciones y, muchas veces, de considerar cierta la idea de que para amar es necesario sufrir.
Todo esto termina configurando una perspectiva lógica -desde sus leyes internas- que condiciona nuestra forma de vivir las relaciones con los demás. Nosotros lo damos todo, nos esforzamos para que nuestras relaciones (sean estas de amistad o de pareja) vayan por el buen camino. Pero parece ser que tanto trabajo al final no sirve para nada, dejando siempre un poso de decepción.
Me esforzaba mucho por agradar a los demás para que fueran felices. Estaba dispuesta a darlo todo por aquellas personas que más quería. Sin embargo, en mi interior sabía que ellas no pensaba de la misma manera que yo y eso me parecía injusto.
Impedimos que los demás demuestren que también les importamos. Lo hacemos pensando que solo hay una alternativa válida para que alguien nos quiera. Esa única alternativa válida es la que satisface nuestros deseos y suele condicionar, minimizar en realidad, el valor que tienen el resto de alternativas para nosotros. Además, en muchas ocasiones tampoco le ponemos voz y palabras a esta alternativa, esperando que en un ejercicio de ilusionismo, digno de la mejor escuela de magia, los demás nos lean la mente o acierten con las pistas que les mandamos.
Por otro lado, si somos ese amigo que tiene de forma habitual la iniciativa y parece liderar un grupo, ¿por qué no parar, dejar de tener la voz cantante y permitir que los demás hagan algo? Quizás tenemos miedo a que no suceda, a que la fuera de la costumbre ha hecho de los roles que jugamos posiciones estáticas, que marcan lo esperable e inesperable de los demás.
La venda en los ojos que me pongo voluntariamente
Responsabilizar a los demás de nuestra felicidad, mientras nos ponemos una venda en los ojos para no ver lo que sucede, es comprar papeletas para que en la lotería nos toque un premio desagradable, cuanto menos. Pero queremos confiar ciegamente, quizás porque nosotros mismos también lo hacemos y la vida, sin cansarse, nos grita: “¡deja de mirar por los demás y empieza a mirar por ti!”.
Buscamos aquello que nos falta en el exterior. Si sentimos una soledad indeseada, intentamos echarla con personas; si notamos que nos falta amor, entonces buscamos una pareja para satisfacer esta necesidad. Responsabilizar a los demás con la tarea de cubrir nuestras carencias nos expone a que nos hagan daño y a vivir relaciones basadas en la necesidad.
Contamos con mucho y tenemos la posibilidad de contar con más. Tenemos felicidad, tenemos amor, tenemos alegría… Es cierto que hay experiencias que dañan todo esto, que incluso nos pueden hacer creer que nos lo han arrebatado. Pero en lo más profundo de nosotros existe, solo que tenemos que hacernos responsables de ello. Dejemos de ser princesas o príncipes pasivos, porque el protagonista de nuestro cuento somos nosotros.
Cuando comprendí que yo podía elegir ser feliz, que yo tenía el poder de decidirlo y no los demás, entonces fui libre y supe lo que era estar en equilibrio y bienestar.
Así que hoy he dejado de responsabilizar a los demás de mi felicidad, de cubrir mis necesidades, de satisfacerme en general. He abandonado el papel de víctima, una zona muy cómoda desde la cual pedía al mismo tiempo que daba lo que no tenía. Hoy no dependo de nadie para ser feliz, pues tengo el poder de elegir cómo me quiero sentir. Asimismo, he permitido que los demás sean libres de ese “deber” que un tiempo atrás ponía en sus manos, sin ser consciente del peligro al que me estaba exponiendo.
Raquel Lemos Rodríguez
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