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sábado, mayo 14, 2016

No tengo tiempo para odios, prefiero amar a quien me quiere

Quien invierte gran parte de su tiempo alimentando odios hacia quienes le odian se olvida de lo más importante: de amar a aquellos que le quieren de verdad. El odio y el rencor son dos enemigos siniestros y persistentes que suelen echar raíces muy profundas en muchas mentes. Porque en realidad, son trampas en las que nosotros mismos acabamos siendo cautivos de esas emociones negativas tan autodestructivas.




A menudo, suele decirse aquello de que “el odio es el reverso del amor” cuando, sin embargo, esto no es del todo cierto. Odiar es un ejercicio privado pero descarnado donde se entremezclan diferentes emociones: desde la ira, la humillación o la aversión. Estamos pues ante un instinto muy primitivo que por su fuerza e impacto en nuestro cerebro, puede provocar que dejemos de priorizar aquello que de verdad es importante, como nuestro equilibrio o las personas que nos aman.
No tengo tiempo para enojos o rencores, ni aún menos para odiar a quienes me odian, porque los odios son la muerte de la inteligencia y yo estoy muy ocupado amando a quienes me quieren.

Tanto Aristóteles como Sigmund Freud definieron el odio como un estado donde el sentimiento de violencia y aniquilación suele estar presente. Martin Luther King, por su parte, habló de esta emoción como una noche sin estrellas, algo tan oscuro donde el ser humano pierde sin duda su razón de ser, su esencia. Queda claro que estamos ante el reverso más peligroso del ser humano, y por ello, te invitamos a reflexionar sobre este tema.

Los odios no son ciegos, siempre tienen una razón

Los odios no son ciegos, poseen un foco muy concreto, una víctima, un colectivo o incluso unos valores que no se comparten y ante los que uno reacciona. Carl Gustav Jung, por ejemplo, hablaba en sus teorías sobre un concepto que no deja de ser interesante: lo llamó la sombra del odio o la cara oculta del odio.

Según este enfoque, muchas personas llegan a despreciar a otras porque ven en ellos/as determinadas virtudes que en sí mismos son carencias. Un ejemplo seria el hombre que no soporta que su mujer triunfe en su esfera laboral o el compañero de trabajo que alberga sentimientos de odio y desprecio por otro, cuando en realidad, en lo más hondo de su ser lo que existe es envidia.


Con ello, podemos ver claramente que los odios nunca son ciegos, sino que responden a razones que para nosotros son válidas. Otra muestra de ello la tenemos en un interesante estudio que se publicó en el 2014 en la revista “Association for psychological sciencie“, al cual, titularon “Anatomía del odio cotidiano“. En el trabajo se intentó revelar cuáles eran los odios más comunes del ser humano y a qué edad “empezamos a odiar” por primera vez.

El primer dato relevante es que el odio más intenso se genera casi siempre hacia personas que nos son muy cercanas. La mayor parte de entrevistados declararon que a lo largo de sus vidas solo habían odiado con intensidad 4 o 5 veces.
Los odios se centran casi siempre sobre familiares o compañeros de trabajo.
Los niños suelen empezar a odiar sobre los 12 años.
El odio apareció en este estudio como algo muy personal. Uno podía despreciar a un político, a un personaje o un determinado modo de pensar, pero el odio auténtico, el más real, solía proyectarse casi siempre hacia personas muy concretas de sus círculos más íntimos.


El odio es la muerte del pensamiento y la libertad

Ya lo dijo Buda, lo que te enfada te domina. Aquello que despierta en nosotros el odio y el rencor nos hace cautivos de una emoción que, lo creamos o no, se expande con la misma intensidad y negatividad. Pensemos en ese padre de familia que llega a casa cargado de rencor hacia sus jefes y que día y noche les comenta a su esposa e hijos su desprecio, su aversión. Todas esas palabras y ese modelo de conducta, revierte de forma directa en los más pequeños.
En un mundo lleno de odio debemos atrevernos a perdonar y a tener esperanza. En un mundo habitado por los odios y la desesperación, debemos atrevernos a soñar.

También sabemos que no es tan fácil apagar el fuego de los odios de nuestro cerebro. Parece queconceder el perdón hacia quien nos ha hecho daño o nos ha humillado es como claudicar, pero nadie merece una existencia cautiva. Sobre todo sin con ello descuidamos lo esencial: permitirnos ser felices. Vivir en libertad.


Vale la pena entonces reflexionar en las siguientes dimensiones.


Cómo liberarnos de la trampa del odio

El odio tiene un circuito cerebral muy concreto que se adentra en áreas responsables del juicio y la responsabilidad alojados en la corteza prefrontal. Tal y como señalábamos al inicio el odio no es ciego, por tanto, podemos racionalizar y controlar estos pensamientos.
  • Desahoga ese rencor con la persona responsable argumentando el por qué de tu malestar y tu dolor, de forma asertiva y respetuosa. Pon palabras a tus emociones, teniendo claro que muy posiblemente, la otra parte no te entienda o no comparta tu realidad.
  • Tras ese desahogo, tras haber dejado clara tu posición marca un final, un adiós. Libérate de ese vínculo de incomodidad mediante el perdón siempre que te sea posible, para de este modo, cerrar mejor el círculo y “desprenderte” de él.
  • Acepta la imperfección, la disonancia, el pensamiento opuesto al tuyo, no dejes que nada perturbe tu calma, tu identidad y aún menos tu autoestima.
  • Apaga el ruido mental, la voz del rencor y enciende la luz de las emocionalidad más enriquecedora y positiva. La que merece la pena: el amor de los tuyos y la pasión por aquello que te hace feliz y te identifica.

Es un ejercicio sencillo que deberíamos practicar cada día: el desprendimiento absoluto de los odios y rencores.


Valeria Sabater

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