Como cada mañana mi vida se reinicia. Tras correr un poco por el paseo marítimo, me meto en la ducha y enciendo el grifo de agua fría. Me quedo cinco minutos mientras el agua helada me resbala por la cara y recorre todo mi cuerpo. Dejo la marca de mis pies mojados en la alfombra, y cuido de que no caiga una gota fuera.
Pulso el botón del extractor y mientras mi figura se refleja poco a poco a modo de ensueño en el círculo del espejo enmarcado por el vaho, intento reconocerme en una imagen que siempre me resulta ajena. Dejo resbalar y extiendo el aceite lentamente entre las gotas de agua dibujadas en mi piel, sin olvidar un solo centímetro, desde los dedos de los pies hasta las orejas.
Mi figura se refleja poco a poco a modo de ensueño
Después paso al maquillaje, siguiendo los pasos en el orden perfecto, como si estuviera pintando un cuadro único a subasta. Primero el rostro, para ir centrándome en los ojos con la misma expresión de vida que un Modigliani, resaltando la forma almendrada de los mismos, esculpiendo mis pestañas hasta el infinito y mas allá.
Siempre acabo en la boca, carnosa y bien definida, con el carmín que mas resalte y desafíe la luz del día y la estación. Peinado y ralla al milímetro en el lado derecho, mechón de pelo recogido detrás de la oreja. Termino cepillándome los dientes, hilo dental y enjuague durante cinco minutos.
El punto final, dos pulverizaciones de mi perfume favorito en cada oreja, una en cada muñeca, otra entre los muslos.
«La esencia de la inmoralidad es la tendencia de hacer una excepción conmigo mismo»
-Jane Addams-
Camino a la habitación aún desnuda y descalza por el parquet, haciendo el mismo ruido que hace mi gato al marcar el paso. Abro el armario y observo mi colección en su mayoría aún etiquetada. Escojo la ropa interior, siempre combinada, y dejo caer suavemente la indumentaria sobre mi piel aún brillante y húmeda.
Abro la nevera y hago un zumo de verduras y frutas de estación, bebo un poco y caliento una taza de té verde. Elijo un par de zapatos de tacón alto, me pongo uno de los anillos de mi colección de esmeraldas en el dedo corazón de la mano izquierda. Me desagrada verlo combinado con el de casada en la mano derecha.
Cojo mi maletín, bajo al parking, me siento en la burbuja perfumada y brillante de mi bentley azul marino, doy al play, suena “Barcarolle” de Offenbach y me dirijo un día más al despacho. A veces antes de salir olvido leer la nota de mi marido me deja cada mañana. Si es el caso, llamo a la chica de la limpieza para que la abra, quiero que cuando llegue no la encuentre cerrada. He sido despistada toda mi vida, hasta en los detalles tontos, incluso en los detalles importantes.
Cuando entro en la oficina pongo mi vida encima del reloj de la rutina
Llego a mi oficina, desde la recepción pasando por la fila de mesas que conducen a mi despacho, una escala de movimientos creciente sigue a cada uno de mis pasos: noto como cada trabajador se pone muy recto en su silla, con los rostros aún salpicados por ese tono que da la falta de sueño. Me saludan con una sonrisa en la que aprecio siempre tensión y miedo, eso me hace sentir poderosa y sentirlos miserables.
Mi jornada laboral debe de conducirse siempre del mismo modo, a mi manera, con mis ritmos, de una manera altamente eficaz y resolutiva con ningún margen de error, de lo contrario me altero y mi sangre fría entra en ebullición, incluso llego a despedir a algún trabajador.
«Casi todos nosotros buscamos la paz y libertad; pero pocos de nosotros tenemos el entusiasmo para tener los pensamientos, sentimientos y acciones que llevan a la paz y felicidad»
-Aldous Huxley-
Cuando llego a casa, me sirvo una copa de vino y me fumo un par de cigarros en la terraza, mientras observo las luces de los edificios más altos de la ciudad, por debajo del mío. Mi marido me busca y me abraza, siento nauseas cuando lo hace, estoy deseando que llegue el fin de semana en el que “por cuestiones de trabajo” me tenga que ausentar, para en realidad estar en brazos de mi amante.
Nada me hace sentir mal, absolutamente nada, sólo a veces cuando veo alguna persona sonreír algo se estremece en mi interior, porque no sé cuándo ni por qué olvidé ese gesto. A veces, como ahora, me pongo delante del espejo y ensayo una sonrisa, pero es entonces cuando más me derrumbo, porque no es mía, porque esa emoción resulta grotescamente triste.
Solo cuando veo a una persona sonreír, algo se estremece en mi interior
Porque al verme así, despersonalizada ante el espejo es cuando pienso que igual solo soy una bonita fachada rehabilitada que enmascara un edificio en ruinas, una fruta conservada artificialmente en una cámara, que al sacarla a la luz de descompone por falta de vida. Es solo ahora, cuando me descubro desnuda ante mí y ante quien quiera leerme cuando más vulnerable y frágil me siento.
Pero quiero que lo vean, quiero que lo sepan, quiero escribirlo, gritarlo, mañana nada mas entrar en la oficina – ¡Señores no soy nadie, estoy muerta, vivo mi vida sin mí!-. Quiero gritarlo, salir a la calle y abrazar a todo el que me encuentre e implorarles que me digan cómo hacen para ser felices.
Dos lágrimas, solo dos, ruedan por mis mejillas. Entonces, una espacie de calma me arropa, y me surge una pregunta que quizás puede también propiciar la respuesta del resto de interrogantes, ¿no es acaso éste el principio para encontrarme donde quiera que esté?
Y solo espero que mañana cuando me despierte mi coraza no se vuelva a cerrar del todo y siga engañándome, encerrándome maniatada dentro de mí misma. Como hasta ahora ha hecho, cautiva y ciega dentro de una existencia de postín, que me retuerce y daña, haciéndome olvidar todo lo que ahora, llorando les he escrito.
Inma Astorga Robles
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