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lunes, enero 02, 2017

La desconexión interior, cuando descuidamos nuestras emociones

La desconexión interior es un mecanismo de defensa que muchos suelen practicar. Es elegir no sentir para no sufrir, es “enfriar” el corazón para proteger el alma de nuevos fracasos, de nuevas decepciones y heridas que no cicatrizan. Ahora bien, esta estrategia lo que va a conseguir en realidad es alejarnos de una participación saludable de la vida.



Analicemos por un momento qué finalidad tienen nuestras emociones. Cada vez que se activan en el cerebro ejercen una reacción en todo nuestro ser. La repugnancia, por ejemplo, nos aleja de algo o alguien. El cariño, la ilusión, el afecto o la pasión nos conectan y nos inyectan todo un torrente de dinámicas con las cuales, ser más energéticos o creativos que nunca.

“No amar por temor a sufrir es como no vivir por temor a morir”
-Ernesto Mallo-

Sin embargo, quien piense que las emociones negativas no tienen ningún fin o que su único propósito es traernos la infelicidad se equivoca. En realidad, son ellas las que han permitido que el ser humano se adapte, aprenda y avance a lo largo de su evolución y su ciclo vital. El miedo o la angustia son mecanismos de supervivencia, son señales de alarma que debemos saber interpretar para poder traducirlas en respuestas adaptativas que garanticen nuestra integridad.

Desde la neurociencia, y a través de libros tan interesantes como “A new view of pain as a homeostatic emotion” (Una nueva visión del dolor como principio de la emoción homeostática), se nos explica algo muy revelador: el hombre moderno experimenta mucho miedo. A pesar de carecer de depredadores externos o de peligros físicos concretos, el temor de este mundo avanzado es mucho más profundo y laberíntico.

Hablamos de los temores internos, de esos demonios personales que nos paralizan, que nos quitan el aire y que tienen, sin duda, múltiples orígenes. Ante nuestra incapacidad para gestionarlos, a menudo, optamos sencillamente por aplicar el síndrome de desconexión emocional.

Te proponemos reflexionar sobre este concepto que, tal vez, te sea ya muy conocido.


El síndrome de desconexión interior: un mecanismo de defensa demasiado común

Imaginemos por un momento a una persona ficticia con un nombre cualquiera: Miguel. Este joven cuenta ya con un pasado afectivo surtido numerosos fracasos. Su nivel de decepción es tan profundo que ha iniciado una nueva etapa en su vida donde reduce su grado de compromiso emocional a la mínima expresión. No quiere volver a sufrir ni experimentar más desilusiones, más desengaños.

Sus mecanismos de defensa para lograr este objetivo son muy afinados: ha iniciado una compleja disociación entre pensamientos y emociones hasta el punto de “intelectualizar” cualquier hecho. De este modo, protege su aislamiento emocional en todo momento con razonamientos como el siguiente: “Soy feliz estando solo, pienso que el amor es una pérdida de tiempo y algo que frena mi futuro profesional”.

Miguel ha desarrollado lo que se conoce como síndrome de desconexión interior para dejar a un lado los desencantos del pasado, procurando así que no vuelvan a repetirse. No obstante, y aquí llega el dato más revelador: además de poner muros a una participación saludable de la vida, lo que está consiguiendo nuestro protagonista es hundirse en el mismo vacío emocional del que deseaba protegerse.


Los efectos de la desconexión emocional

Si para Miguel amar es sufrir, cerrar las puertas al amor supone a menudo trasladar ese mismo sufrimiento a todos los ámbitos de su vida. La desconexión emocional es un virus implacable que avanza despacio conquistando múltiples territorios. Porque la persona que lo experimenta deja de registrar internamente el cariño y el afecto como algo significativo.

Al poco, emergerá la sibilina frustración, la afilada amargura, el implacable mal humor y ese malestar emocional que tarde o temprano, se traduce en dolor físico, en insomnio, en diversas enfermedades y cómo no, en la sombra de una depresión.


Vivir conectado a nuestras emociones: un salvavidas cotidiano

Hablábamos al inicio del peso de las emociones negativas en nuestra vida. Las definíamos como mecanismos de supervivencia; sin embargo, como hemos podido ver en el ejemplo anterior, muchos de nosotros en lugar de atenderlas y entenderlas, las colocamos en el ancla de nuestros barcos mentales para sumergirlas en el vacío de la indiferencia. Del olvido.

“Si no hubieras sufrido como lo has hecho, no tendrías profundidad como ser humano, ni humildad ni compasión”
-Eckhart Tolle-

Elegir no sentir para no sufrir no tiene sentido. No lo tiene porque el ser humano, por mucho que nos digan, no es una entidad racional ni un ordenador. Somos un cúmulo de fabulosas emociones que nos guían y que nos dan la vida para conectar los unos con los otros, para aprender después de las caídas, para llorar las penas, reír la felicidad y avanzar con el rostro alto tras sortear esos peligros de los cuales, hemos obtenido una lección.

Desde la neurociencia nos recuerdan que la desconexión interior que nace de un conjunto de emociones negativas no es útil ni saludable. Las emociones negativas, como el miedo o el disgusto, tienen un propósito y dan forma a algo que los científicos definen como “impulso homeostático”. El ser humano está diseñado para actuar, no para quedar aislado en sus islas de insatisfacción. 

Cuando nuestro equilibrio interior se ve perturbado, una buena idea es aunar energías, ser creativos, valientes para recuperar esa homeostasis interna; así alcanzaremos esa plenitud emocional o ese punto perfecto donde nada duele y nada se echa falta. Permitámonos “sentir” de nuevo para conectar primero con nosotros mismos y después atrevernos a establecer contacto con quienes nos rodean.

Al fin y al cabo, nuestro cerebro es una maravillosa entidad social y emocional que necesita de los demás para estar bien, para estar en paz y en necesitado equilibrio. Cuidemos entonces de nuestras emociones.

Valeria Sabater

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