A los discípulos que confiaban ingenuamente en que no había nada que no pudieran lograr si se ponían a ello con decisión, el Maestro solía decirles: «Las mejores cosas de la vida no pueden lograrse por la fuerza».
«Puedes obligar a comer, pero no puedes obligar a sentir hambre; puedes obligar a alguien a acostarse, pero no puedes obligarle a dormir; puedes obligar a que te elogien, pero no puedes obligar a sentir admiración;
puedes obligar a que te cuenten un secreto, pero no puedes obligar a inspirar confianza; puedes obligar a que te sirvan, pero no puedes obligar a que te amen».
«Siempre que intentes hacer cambiar a otra persona», dijo el Maestro, «pregúntate lo siguiente: «¿Quién va a beneficiarse de este cambio: mi orgullo, mi placer o mi interés?»
Y contó la siguiente historia:
Un hombre estaba a punto de arrojarse por un puente cuando, de pronto, un policía corrió hacia él y le dijo: «¡No, por favor, no lo haga! ¿Por qué va a arrojarse al agua un hombre joven como usted, que ni siquiera ha vivido. . . ?»
«¡Porque estoy harto de la vida!»
«Escúcheme, por favor: si usted se arroja al agua, yo tendré que saltar para salvarlo, ¿no es así? Ahora bien, el agua está helada, y yo acabo de pasar una neumonía. ¿Sabe usted lo que eso significa? Sencillamente, que moriré.
Tengo mujer y cuatro hijos. . . ¿Podría usted vivir con semejante peso en su conciencia? Claro que no. Así que escúcheme: sea bueno, arrepiéntase, y Dios le perdonará. Vuelva a su casa y, en la intimidad de su hogar . . . , iahórquese si lo desea!».
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