Una breve introducción
El fenómeno del estrés suele interpretarse en referencia a una amplia gama de experiencias, entre las que figuran el nerviosismo, la tensión, el cansancio, el agobio, el desequilibrio, la inquietud y otras sensaciones similares, como la desmesurada presión social, escolar, laboral o de otra índole. Igualmente, se lo atribuye a situaciones de miedo, temor, angustia, pánico, afán por responder, vacío existencial, celeridad por cumplir metas y propósitos, incapacidad de afrontamiento o incompetencia para hacer frente a las demandas de la vida cotidiana.
El fenómeno del estrés suele interpretarse en referencia a una amplia gama de experiencias, entre las que figuran el nerviosismo, la tensión, el cansancio, el agobio, el desequilibrio, la inquietud y otras sensaciones similares, como la desmesurada presión social, escolar, laboral o de otra índole. Igualmente, se lo atribuye a situaciones de miedo, temor, angustia, pánico, afán por responder, vacío existencial, celeridad por cumplir metas y propósitos, incapacidad de afrontamiento o incompetencia para hacer frente a las demandas de la vida cotidiana.
Como plantea Naranjo (2009), el estrés implica cualquier factor externo o interno que induce a un aumento en el esfuerzo por parte de la persona para mantener un estado de equilibrio dentro de sí misma y en relación con su ambiente. De esta manera se puede pensar que el estrés implica una alteración que va más allá de lo usual. Pero para saber qué es lo usual no hay parámetros claros, lo que queda entonces al amaño de la definición individual de cada individuo, quien evalúa el potencialmente amenazante percibido en una situación y sus posibilidades de afrontamiento ante el hecho.
Desde esta perspectiva, el estrés no es algo que pertenece solo a la persona o al ambiente, ni es tampoco un estímulo o una respuesta, sino que es una relación dinámica entre la persona y su entorno. Esto significa que la persona no es víctima pasiva del estrés, y que su forma de interpretar los acontecimientos y la manera de valorar sus propios recursos y posibilidades para enfrentarlos, determina en gran medida la magnitud de la experiencia de éste.
Ahora bien, cuando se habla de bienestar, solemos hacer referencia a una amplia gama de elementos que son esenciales y fundamentales para vivir satisfechos y felices con lo que se tiene y lo que se ha propuesto, siendo estos los agentes activos que mueven a todas las personas diariamente en busca de su realización. Se puede afirmar que bienestar es sentirse bien consigo mismo, con los demás y con el entorno. Estableciéndose una relación armónica entre la persona y las demandas implícitas en su contexto. Siendo así, se podría inferir erróneamente que estrés y bienestar son expresiones opuestas que no pueden presentarse de manera simultánea en las personas, lo que sería un reduccionismo interpretativo, según el cual el estrés excluye al bienestar, cuando en realidad de manera simultánea podemos manifestar estados de estrés y de bienestar que podemos aprender a manejar de manera adaptativa.
Estrés y bienestar, ¿posible relación?
La relación entre ambas no necesariamente es excluyente. Niveles de estrés derivados de tener que hacer frente a situaciones amenazantes o altamente demandantes, no es lo que define en esencia a una persona. Se pueden tener respuestas de estrés puntuales ante hechos específicos, pero esto no elimina la posibilidad de estar satisfechos y sentir bienestar en otros asuntos de la vida.
Lo que sucede es que como las respuestas de estrés generan un desequilibrio o malestar intrusivos y disruptivos, entonces la atención de la persona va hacia estas respuestas, procurando una superación inmediata de esta reacción, lo cual conlleva a que se ignoren o se minimicen las variables positivas, protectoras y que brindan seguridad al sujeto.
Esto hace que la percepción de bienestar disminuya y las variables asociadas con sentirse bien, sean subestimadas y de poca atención, lo que hace pensar que todo nuestro estado gira en función de la respuesta de estrés.
Ante esto, se puede entender que no se trata de evitar situaciones o estímulos relacionados con nuestras manifestaciones de estrés, sino aprender a regularlas para que sean lo menos nocivas presentes. Tener confianza en que las situaciones generadoras de estrés se pueden controlar, y que su desarrollo depende en gran parte del manejo subjetivo que se dé a la situación.
Presentar manifestaciones de estrés no significa que toda la vida deba girar en torno al problema, pues definitivamente “somos más que el problema”. La dificultad no se remite solo a la situación en sí, sino que está más relacionada con la percepción que tenemos de ella, lo que indica que la respuesta de estrés está mediatizada por la forma en que nos relacionamos con los estímulos.
Entonces, si asumimos que experimentar algún nivel de estrés no es excluyente de otras manifestaciones positivas, asociadas al bienestar, encontraremos en nosotros mismos factores de protección que nos animan para afrontar las demandas percibidas. Por ejemplo, cuando afrontamos un problema que debemos resolver, tenemos dos opciones: Hacer anticipaciones negativas, que son generadoras de estrés disfuncional, o pensar de manera positiva, con confianza en nuestras potencialidades, haciendo un plan adecuado para afrontarlo. Por ejemplo cuando vamos a asumir una situación evaluativa, como un examen en la universidad, una entrevista de trabajo o intentar conquistar a una persona, podemos pensar negativamente, anticipándonos a un eventual fracaso, lo que nos lleva a tener actitudes derrotistas, o por el contrario, pensar positivamente, creer en nuestras potencialidades y poner todo nuestro empeño en obtener el resultado que deseamos. Así, el estrés y el bienestar pueden coexistir al mismo tiempo en las personas. Enfrentar situaciones dificultosas nos lleva a activaciones biológicas y emocionales que nos movilizan a la acción. Está en nuestras manos dejarnos abrumar por las demandas del hecho o, por el contrario, aprovechar esta activación como impulso a la acción que nos motive para superar cualquier adversidad.
Somos seres dinámicos, en constante movimiento. La homeostasis o equilibrio no consiste en permanecer inertes frente a la vida, sino en una constante preparación para sortear las diversas situaciones que constituyen nuestra realidad. En esa dinámica vital, el estrés y el bienestar parecen coexistir como dos realidades que permiten dinamizar nuestra existencia. El bienestar aparece como una pretensión humana, que nos permite definir metas tendenciosas hacia la felicidad, mientras el estrés, bien manejado, se erige como el motor que nos motiva a superar las adversidades de la vida.
Por: Dr. Rodrigo Mazo Zea
La relación entre ambas no necesariamente es excluyente. Niveles de estrés derivados de tener que hacer frente a situaciones amenazantes o altamente demandantes, no es lo que define en esencia a una persona. Se pueden tener respuestas de estrés puntuales ante hechos específicos, pero esto no elimina la posibilidad de estar satisfechos y sentir bienestar en otros asuntos de la vida.
Lo que sucede es que como las respuestas de estrés generan un desequilibrio o malestar intrusivos y disruptivos, entonces la atención de la persona va hacia estas respuestas, procurando una superación inmediata de esta reacción, lo cual conlleva a que se ignoren o se minimicen las variables positivas, protectoras y que brindan seguridad al sujeto.
Esto hace que la percepción de bienestar disminuya y las variables asociadas con sentirse bien, sean subestimadas y de poca atención, lo que hace pensar que todo nuestro estado gira en función de la respuesta de estrés.
Ante esto, se puede entender que no se trata de evitar situaciones o estímulos relacionados con nuestras manifestaciones de estrés, sino aprender a regularlas para que sean lo menos nocivas presentes. Tener confianza en que las situaciones generadoras de estrés se pueden controlar, y que su desarrollo depende en gran parte del manejo subjetivo que se dé a la situación.
Presentar manifestaciones de estrés no significa que toda la vida deba girar en torno al problema, pues definitivamente “somos más que el problema”. La dificultad no se remite solo a la situación en sí, sino que está más relacionada con la percepción que tenemos de ella, lo que indica que la respuesta de estrés está mediatizada por la forma en que nos relacionamos con los estímulos.
Entonces, si asumimos que experimentar algún nivel de estrés no es excluyente de otras manifestaciones positivas, asociadas al bienestar, encontraremos en nosotros mismos factores de protección que nos animan para afrontar las demandas percibidas. Por ejemplo, cuando afrontamos un problema que debemos resolver, tenemos dos opciones: Hacer anticipaciones negativas, que son generadoras de estrés disfuncional, o pensar de manera positiva, con confianza en nuestras potencialidades, haciendo un plan adecuado para afrontarlo. Por ejemplo cuando vamos a asumir una situación evaluativa, como un examen en la universidad, una entrevista de trabajo o intentar conquistar a una persona, podemos pensar negativamente, anticipándonos a un eventual fracaso, lo que nos lleva a tener actitudes derrotistas, o por el contrario, pensar positivamente, creer en nuestras potencialidades y poner todo nuestro empeño en obtener el resultado que deseamos. Así, el estrés y el bienestar pueden coexistir al mismo tiempo en las personas. Enfrentar situaciones dificultosas nos lleva a activaciones biológicas y emocionales que nos movilizan a la acción. Está en nuestras manos dejarnos abrumar por las demandas del hecho o, por el contrario, aprovechar esta activación como impulso a la acción que nos motive para superar cualquier adversidad.
Somos seres dinámicos, en constante movimiento. La homeostasis o equilibrio no consiste en permanecer inertes frente a la vida, sino en una constante preparación para sortear las diversas situaciones que constituyen nuestra realidad. En esa dinámica vital, el estrés y el bienestar parecen coexistir como dos realidades que permiten dinamizar nuestra existencia. El bienestar aparece como una pretensión humana, que nos permite definir metas tendenciosas hacia la felicidad, mientras el estrés, bien manejado, se erige como el motor que nos motiva a superar las adversidades de la vida.
Por: Dr. Rodrigo Mazo Zea
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