¿Se puede realmente olvidar aquello que nos ha dolido? ¿Hacemos esto o en realidad aprendemos a ubicarlo en otro lugar para vivir sin que duela? Puede que el olvido no sea una cuestión de voluntad, lo que no quita para que podamos ayudar a que nuestra memoria pierda el recuerdo.
Todos hemos pasado por situaciones, relaciones y momentos que nos hicieron felices, pero llega un momento en que la felicidad se corta, se rompe. Algunas personas desaparecen, otras veces se acaba el amor o la distancia pone trampas. ¿Qué podemos hacer para que estos recuerdos dejen de doler?
Quizás la primera idea a tener en cuenta es que olvidar, “a lo bruto”, no funciona. Cuanto más alto gritemos que no queremos un recuerdo, más aparecerá en nuestra mente en forma de pensamiento circular. Fue y seguirá siendo, aunque ahora con otra forma, pero el recuerdo está ahí, lo que sería bueno es aprender a que esté pero sin que duela.
En nuestra mano está darle un nuevo valor a este pensamiento, integrarlo en nuestra historia vital sin que produzca dolor. Un buen discurso interno es el siguiente:“Me hizo feliz, aprendí de todo lo malo que pasó y guardo en mi memoria los buenos recuerdos. Si me esfuerzo por olvidar, más aparecerá en el foco de mi conciencia y más poder tendrá para generar emociones negativas. Todo lo que ha formado parte de mi tiempo ahora forma parte de mi historia y por ello olvidarlo -como aquel que entiendo olvidar como borrar- no debería ser un punto a trabajar”.
Dejar de hablar no es olvidar
Por mucho esfuerzo que hagamos o por mucho que intentemos apartar de nuestra mente aquello que nos hace daño, lo más probable es que no lo consigamos. No hablar del dolor, cerrarnos a conocer gente nueva, no escribir a otra persona por guardar rencor o no perdonar un daño que nos causaron no es olvidar.
Mantener en pendiente o como recurrentes los temas que nos hacen daño no es olvidar, es evitar que se expresen de manera que podamos controlar sus efectos. Tristemente siguen estando ahí, embalarlos simplemente significa guardar en un lugar poco seguro los recuerdos, ya que con solo rozarlos nos volverán a doler.
Cuando olvidamos, ya no duele, ya no recordamos, ya no podemos experimentar lo que sentimos en ese momento, pero no es apartarlo, es borrarlo. Como esto es una tarea imposible (no tenemos un botón en nuestra mente que mande a la papelera todo aquello que sea indeseable o indeseado), lo adecuado es esforzarnos por hacer lo que está en nuestras manos. Eso se traduce en reflexionar sobre el valor que tiene ese recuerdo, cómo queremos guardarlo, qué nos sigue doliendo y por qué lo sigue haciendo.
Tenemos la oportunidad de trabajar las experiencias y no dejar que ellas sean las que tomen el control sobre nosotros. Somos más que recuerdos, somos quienes damos significado a nuestra memoria, somos más que pensamientos, porque nosotros somos, en definitiva, quienes le damos forma.
Ahora está, pero ya no duele
Desde el instante en que hagamos esa lectura y lo elaboremos, el recuerdo estará en nosotros. Recordaremos cómo fue el tiempo con nuestros abuelos, recordaremos aquel primer amor que tanto nos marcó, recordaremos cuando jugábamos o hablábamos por teléfono con nuestros amigos, las visitas a otras ciudades, las cervezas del verano. Estos recuerdos siguen, y siguen en mí, despojados de la asociación con otros recuerdos negativos, por lo tanto brillarán más.
No duele porque hemos aprendido que hacer un esfuerzo “a lo bruto” por olvidar produce un trabajo sin más fruto que la frustración. No quiero olvidar lo bueno, solo lo que me hizo daño y ese es un proceso que requiere de nuestra inteligencia, pero también de tiempo y paciencia.
Por otro lado, si nos duele es porque ocurrió, porque lo sentimos, porque estamos vivos. No lo apartemos de nuestra mente, démosle un nuevo valor, un nuevo lugar. Dejémoslo estar, pero quitándole la importancia que ya ha perdido, todo lo que se lleva de nosotros, integrándolo de una nueva manera en nuestra historia.
Adriana Díez
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