La historia de la humanidad confirma que somos seres sociales. Desde la aparición de los primeros homínidos hasta el desarrollo de las diferentes especies , hombres y mujeres nos unimos para convivir. Nuestro entorno afectivo fundamenta nuestro funcionamiento en redes.
El descubrimiento del fuego no solo permitió ver en las noches oscuras, protegerse del frío o cocinar la carne, sino que generó reuniones en torno a la fogata y favoreció el contacto, la cercanía, las miradas y el nacimiento de los primeros guturalismos como forma primitiva de diálogo.
La vulnerabilidad y la resiliencia -esa capacidad de resurgir frente a la adversidad- son construcciones que cobran sentido en un contexto y que forman una coreografía que va de la estabilidad a la inestabilidad más disruptiva y por supuesto al cambio. Y no solo eso, sino que llevarán a las personas a que desarrollen acciones a partir de los distintos significados que les atribuyan a los acontecimientos que surjan mientras experimentan la vida.
Los juegos de comunicación
Es en esa coreografía donde se desarrollan diferentes juegos de comunicación: los estilos de personalidad, las características propias de cada interlocutor, la forma de expresión verbal, paraverbal o no verbal, el contexto en el que se desenvuelve el diálogo y el contenido de la conversación.
Así, dentro de la comunicación humana, coexisten tanto juegos interaccionales nutritivos y afectivos, como aquellos que poseen una gran toxicidad.
Cuando dos personas intentan comunicarse existen ciertas reglas de comunicación que se van desenvolviendo según el diálogo evoluciona; sin embargo, cuando la cantidad de interlocutores aumenta, también lo hace la complejidad y todo es más proclive a malos entendidos.
Entre estos juegos, los triangulares (de tres personas) son una cantidad fatídica. Se establecen alianzas que se transforman en coalición contra un tercero. El famoso dos contra uno, en en el que el tercero deberá soportar la segregación y descalificación de los otros dos: broncas, maltrato, insultos, manipulaciones, ironías, provocaciones, entre otras. Sin duda, un juego tóxico.
Un ejemplo de relación de tres son los celos. Una relación de dos es interferida por un tercero real o imaginario, donde uno de los dos se siente relegado porque cree que su pareja mantiene ciertos comportamientos de acercamiento afectivo con otra persona. Este juego genera angustia, agresiones culpas, broncas, desesperación y otros sentimientos contaminantes.
La vulnerabilidad y la resiliencia -esa capacidad de resurgir frente a la adversidad- son construcciones que cobran sentido en un contexto y que forman una coreografía que va de la estabilidad a la inestabilidad más disruptiva y por supuesto al cambio. Y no solo eso, sino que llevarán a las personas a que desarrollen acciones a partir de los distintos significados que les atribuyan a los acontecimientos que surjan mientras experimentan la vida.
Los juegos de comunicación
Es en esa coreografía donde se desarrollan diferentes juegos de comunicación: los estilos de personalidad, las características propias de cada interlocutor, la forma de expresión verbal, paraverbal o no verbal, el contexto en el que se desenvuelve el diálogo y el contenido de la conversación.
Así, dentro de la comunicación humana, coexisten tanto juegos interaccionales nutritivos y afectivos, como aquellos que poseen una gran toxicidad.
Cuando dos personas intentan comunicarse existen ciertas reglas de comunicación que se van desenvolviendo según el diálogo evoluciona; sin embargo, cuando la cantidad de interlocutores aumenta, también lo hace la complejidad y todo es más proclive a malos entendidos.
Entre estos juegos, los triangulares (de tres personas) son una cantidad fatídica. Se establecen alianzas que se transforman en coalición contra un tercero. El famoso dos contra uno, en en el que el tercero deberá soportar la segregación y descalificación de los otros dos: broncas, maltrato, insultos, manipulaciones, ironías, provocaciones, entre otras. Sin duda, un juego tóxico.
Un ejemplo de relación de tres son los celos. Una relación de dos es interferida por un tercero real o imaginario, donde uno de los dos se siente relegado porque cree que su pareja mantiene ciertos comportamientos de acercamiento afectivo con otra persona. Este juego genera angustia, agresiones culpas, broncas, desesperación y otros sentimientos contaminantes.
La envidia, un pecado capital
Uno de los juegos más tóxicos es sentir envidia. De hecho, el catolicismo considera a la envidia como uno de los sietes pecados capitales además de la lujuria, la gula, la pereza, la avaricia, la soberbia y la ira.
Este sentimiento oscuro es detonado porque los logros y éxitos de alguien próximo y con cierta relación al envidioso, le muestran la propia incapacidad o aptitud para ese logro.
Entonces, el envidioso inicia una serie de descalificaciones hacia el envidiado en el intento de destruirlo. Tan minúsculo se siente, tan impotente frente al éxito del otro, que necesita socavarlo hasta reducirlo y dejarlo de rodillas para sentirse superior.
Ahora bien, sentir envidia no solo es codiciar lo que tienen los demás. Lo que más y mejor caracteriza a la verdadera envidia es el deseo de que el envidiado no tenga lo que tiene, de que no sea real su éxito.
Entendida de esta manera, es posible concluir que la envidia es la madre del resentimiento, un sentimiento que no busca que a uno le vaya mejor sino que al otro le vaya peor.
El envidioso se convierte en un satélite del envidiado y lleva por dentro su dolor, puesto que si lo hiciese explícito declararía su inferioridad.
La envidia es el sentimiento de desagrado por no tener algo y además el afán de poseer ese algo hasta lograr privar al otro de ese algo.
A veces, el envidiado ni se entera de los sentimientos dolientes del envidioso. Nadie dice: «¡yo te envidio!». La persona envidiosa intenta ocultar sus emociones y prefiere no demostrar su minusvalía y operar con sarcasmo y desvalorización por el éxito de su interlocutor. Manifestar o explicitar la envidia sería un síntoma de salud.
En el ámbito laboral, cuando el jefe envidia a su subordinado (el superior sobre el inferior), las conductas envidiosas son mas complejas y ensortijadas, más aún cuando el subordinado es lindo, atractivo e inteligente, todas virtudes que a los ojos del envidioso se halla amplificadas.
Un recurso del envidioso consiste en señalar que el envidiado llegó hasta donde llegó por conexiones políticas, porque sale con el gerente o que detrás de su apariencia de persona inteligente, hay un drama familiar. Por ejemplo, un futbolista envidioso no pierde ocasión para descalificar como juega el envidiado o incluso de manera tímida o inocente darle una buena patada
La envidia implica no respetar la lejanía ni la cercanía afectiva. Además, la envidia entre amigos o hermanos es una apuesta doble a esos sentimientos oscuros.
Sentir envidia favorece el deseo de que el adversario de la persona envidiada se quede con el trofeo, juegue mejor el partido, sea elegido para el cargo laboral o le vaya bien el examen. Sentir envidia de esta manera es lascivo y traicionero porque mientras que el envidioso hace como que es feliz por los logros de su amigo, por detrás desea profundamente que fracase. Así, detrás de la felicitación del envidioso, esta el deseo de destrucción.
La alegría maliciosa
El hecho de sentir envidia está asociado a una actitud maliciosa, deshonesta e inmoral, sentimientos que son la base de estrategias para derrotar al envidiado. El envidioso trata por todos los medios de autoconvencerse de que el éxito del envidiado no es tal e infravalora y descalifica tanto a la persona como al contenido de su éxito.
Puede decir: «es mucha suerte la que tiene, más que capacidad«, «no es tan inteligente como parece«, «seguro que le dura poco su triunfo…» o «todo apariencia, ¡es un vende humo!«.
Si el envidioso logra convencerse de que lo que dice sobre el envidiado es así, se autoengaña y eso posiblemente le haga sentir mejor, aunque no es un bienestar auténtico.
Sin embargo, el epicentro de la gloria para el envidioso radica cuando el envidiado fracasa, le salen mal sus proyectos, lo desaprueban, cae en depresión, le rechazan la publicación del artículo, valoran en el trabajo al competidor o cualquiera de estas situaciones que muestran la caída del envidiado.
Sentir envidia puede derivar en autoengaño.
En esos momentos, los deseos silenciosos del envidioso se concretan en la realidad y es allí cuando se posiciona por arriba del envidiado, porque se siente superior al fin y recupera su paupérrima autoestima (aunque es una falsa valoración personal, no una auténtica y profunda). Este período de regodearse y alegrarse por el fracaso del otro se denomina alegría maliciosa.
Una de las actitudes más manipuladora del envidioso -como muestra de su falsedad e ironía- es cuando su enemigo se encuentra triste por su fracaso y se acerca amigablemente a él y en pleno regocijo interior, se muestra condoliente y ofrece palabras contenedoras: «¡Qué lástima que no te fue bien…» o «qué rabia, no sabes como te entiendo«.
Cuando el envidioso envidia, lo invade un sentimiento irrefrenable e incontrolable: habla mal del envidiado o intenta hacerle cualquier tipo de daño como negarle cosas, marginarle, difamarlo, ofenderle, maltratarle psíquica o físicamente, actuar con sarcasmo, burla, ironía o con palabras con doble sentido.
Cambiar la envidia por la admiración
Si no somos envidiosos crónicos, seguramente que en algún periodo de nuestra vida hemos experimentado esta emoción, ya que está muy arraiga en la naturaleza humana.
Ahora bien, detrás de una persona que experimenta envidia, se encuentra una persona desvalorizada que en lugar de valorarse, se encarga de despreciar al envidiado para equilibrar su autoestima. Sin embargo, esta forma tan precaria de valoración no lleva a ninguna parte del territorio de la autoestima, solo fortalece la desvalorización.
Lo cierto es que si un envidioso se diese cuenta de su desvalorización, posiblemente cesaría en su envidia. Es realmente increíble que un sentimiento tan complicado como la envidia, pueda más que la admiración por el otro.
La admiración es un sentimiento noble y limpio, una forma de valorar y resaltar los logros del compañero, del amigo, del familiar. Se trata de expresarlo y hacérselo saber. Es, además, un sentir fácil, simple, no complejo, pero para sentirlo debemos estar equilibrados con nosotros mismos, valorados y dispuestos a calificar positivamente los logros del otro.
La admiración nos permite preguntarle al otro qué fue lo que hizo para obtener el logro y de esta manera obtener la fórmula del éxito.
Marcelo Ceberio
El hecho de sentir envidia está asociado a una actitud maliciosa, deshonesta e inmoral, sentimientos que son la base de estrategias para derrotar al envidiado. El envidioso trata por todos los medios de autoconvencerse de que el éxito del envidiado no es tal e infravalora y descalifica tanto a la persona como al contenido de su éxito.
Puede decir: «es mucha suerte la que tiene, más que capacidad«, «no es tan inteligente como parece«, «seguro que le dura poco su triunfo…» o «todo apariencia, ¡es un vende humo!«.
Si el envidioso logra convencerse de que lo que dice sobre el envidiado es así, se autoengaña y eso posiblemente le haga sentir mejor, aunque no es un bienestar auténtico.
Sin embargo, el epicentro de la gloria para el envidioso radica cuando el envidiado fracasa, le salen mal sus proyectos, lo desaprueban, cae en depresión, le rechazan la publicación del artículo, valoran en el trabajo al competidor o cualquiera de estas situaciones que muestran la caída del envidiado.
Sentir envidia puede derivar en autoengaño.
En esos momentos, los deseos silenciosos del envidioso se concretan en la realidad y es allí cuando se posiciona por arriba del envidiado, porque se siente superior al fin y recupera su paupérrima autoestima (aunque es una falsa valoración personal, no una auténtica y profunda). Este período de regodearse y alegrarse por el fracaso del otro se denomina alegría maliciosa.
Una de las actitudes más manipuladora del envidioso -como muestra de su falsedad e ironía- es cuando su enemigo se encuentra triste por su fracaso y se acerca amigablemente a él y en pleno regocijo interior, se muestra condoliente y ofrece palabras contenedoras: «¡Qué lástima que no te fue bien…» o «qué rabia, no sabes como te entiendo«.
Cuando el envidioso envidia, lo invade un sentimiento irrefrenable e incontrolable: habla mal del envidiado o intenta hacerle cualquier tipo de daño como negarle cosas, marginarle, difamarlo, ofenderle, maltratarle psíquica o físicamente, actuar con sarcasmo, burla, ironía o con palabras con doble sentido.
Cambiar la envidia por la admiración
Si no somos envidiosos crónicos, seguramente que en algún periodo de nuestra vida hemos experimentado esta emoción, ya que está muy arraiga en la naturaleza humana.
Ahora bien, detrás de una persona que experimenta envidia, se encuentra una persona desvalorizada que en lugar de valorarse, se encarga de despreciar al envidiado para equilibrar su autoestima. Sin embargo, esta forma tan precaria de valoración no lleva a ninguna parte del territorio de la autoestima, solo fortalece la desvalorización.
Lo cierto es que si un envidioso se diese cuenta de su desvalorización, posiblemente cesaría en su envidia. Es realmente increíble que un sentimiento tan complicado como la envidia, pueda más que la admiración por el otro.
La admiración es un sentimiento noble y limpio, una forma de valorar y resaltar los logros del compañero, del amigo, del familiar. Se trata de expresarlo y hacérselo saber. Es, además, un sentir fácil, simple, no complejo, pero para sentirlo debemos estar equilibrados con nosotros mismos, valorados y dispuestos a calificar positivamente los logros del otro.
La admiración nos permite preguntarle al otro qué fue lo que hizo para obtener el logro y de esta manera obtener la fórmula del éxito.
Marcelo Ceberio
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