La soledad libremente elegida en un momento puntual de nuestras vidas, puede actuar no solo como bálsamo, como eficaz terapia para conectar de nuevo con nosotros mismos. A veces, es también un modo de establecer una distancia sana de lo que no nos conviene, de lo que enturbia, molesta o altera nuestra paz interior.
Hablamos de lo que en psicología se define muchas veces como “soledad funcional”, un concepto que da forma a algo que a más de uno le resultará familiar: la necesidad de alejarnos de un entorno que nos es nocivo o desgastante con el fin de reencontrarnos y recuperar así nuestro bienestar psicológico.
“No hay peor soledad que la de no estar bien con uno mismo”
-Mark Twain-
Aquí no nos referimos por tanto a una soledad no elegida, a ese aislamiento ocasionado por unas relaciones sociales deficientes o a esa tristeza vinculada a la falta de compañía significativa. En este caso, hay un componente terapéutico esencial, y es el poder recomponer dimensiones tan básicas como la autoestima, las propias prioridades o devolvernos ese espacio propio, íntimo y privado que nos habían arrebatado.
Tal y como dijo una vez Pearl Buck, escritora y Premio Nobel de Literatura, dentro de cada uno de nosotros hay unos manantiales de gran belleza que necesitan renovarse de vez en cuando para seguir sintiéndonos vivos. Por extraño que nos parezca, algo así solo puede llevarse a cabo mediante esas épocas de soledad elegida, de soledad vital y complaciente.
El sentimiento de soledad estando en compañía, un abismo peligroso
A la mayoría nos asusta la soledad. De hecho, basta con imaginarnos a nosotros mismos caminando por un centro comercial desértico un sábado por la tarde, para que al segundo nuestro cerebro nos envíe una señal de alarma. Sentimos miedo y angustia. Esto se debe a un mecanismo básico, a un instinto que nos recuerda que no podemos sobrevivir en soledad. El ser humano es social por naturaleza y es así como hemos avanzado como especie: viviendo en grupos.
Ahora bien, en nuestro día a día encontramos hechos aún más terroríficos que un centro comercial sin clientes. Tal y como nos revelan varios estudios, casi el 60% de las personas casadas se sienten solas. El 70% de los adolescentes, a pesar de tener un gran número de amigos, se sienten solos e incomprendidos. Todo ello nos obliga a recordar que la soledad no hace referencia a la cantidad de personas que formen parte de nuestra vida, sino a la calidad emocional establecida con dichos vínculos.
Por otro lado, algo que nos sucede muy a menudo es llegamos a validar y a perpetuar en el tiempo dinámicas deficientes que nos generan una declarada infelicidad. Nos sentimos solos, incomprendidos y “quemados” en nuestros puestos de trabajo, pero continuamos con ellos porque “de algo hay que vivir”. Salimos con los amigos de siempre porque efectivamente, son los de “toda la vida”… ¿Cómo dejarlos ahora? Y aún más, hay quien alarga su relación afectiva a pesar se sentirse solo, porque teme aún más el vacío de no tener a nadie al lado.
Todos estos ejemplos dan forma a esa soledad disfuncional donde uno mismo llega muchas veces a crear auténticos mecanismos de defensa para no ver la realidad, para decirse a sí mismo que todo va bien, que es querido, que es amado y que los demás valoran todo lo que uno hace. Pensar esto es como quien se está ahogando y aún así, asoma la cabeza para pedir más agua.
La infelicidad no se cura con más sufrimiento. Nadie merece sentirse solo estando en compañía.
La soledad como reencuentro
En ocasiones, pasar un tiempo determinado en un entorno opresivo, poco facilitador y egoísta hace que la persona esté siempre enfocada hacia ese exterior con la idea de satisfacer todas las necesidades ajenas, incubando la esperanza de que tarde o temprano se satisfagan las propias. Sin embargo, esa regla de tres no siempre se cumple.
“No temo la soledad, algunas personas de hecho somos propensas a disfrutar de ella”
-Charlotte Bronte-
Es entonces cuando no hay otra opción más que tomar conciencia de la propia realidad y buscar una solución. La soledad elegida, la distancia saludable y un periodo de tiempo dedicado a uno mismo es siempre saludable, necesario y catártico. No hablamos por tanto de iniciar una época de aislamiento, de hecho, tampoco se trata de escapar. Es algo muy sencillo: la clave está en dejar a un lado lo que no nos conviene.
Dedicarnos un tiempo a nosotros mismos es una receta que nunca falla. Es recuperar la intimidad y los espacios propios, es recordar quién éramos y pensar en quién queremos ser a partir de ahora. Puede que algo así nos lleve unas semanas o unos meses. Cada uno tiene sus ritmos y unos tiempos que es necesario aceptar y respetar.
La soledad libremente elegida en un periodo puntual de nuestras vidas no solo cura, no solo recompone muchos de nuestros pedazos rotos, es un modo también de aprender a construir adecuados filtros personales. Esos filtros por los que el día de mañana dejaremos entrar solo a aquello o aquellos que nos haga sentir bien, que se ajuste a nuestras frecuencias emocionales, a los rincones privilegiados de nuestro corazón.
Valeria Sabater
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.