Toda enfermedad es causada por un trauma emocional que nos coge desprevenidos, a contrapié, un trauma que vivimos en soledad y que no sabemos cómo resolver.
La intensidad del trauma, la «connotación» de la emoción sentida cuando se ha producido, determinan el área del cerebro afectada, el órgano físico correspondiente y la gravedad de la enfermedad.
Con el fin de preservar la especie, el hombre ha desarrollado con el paso del tiempo programas biológicos de supervivencia que están grabados en su cerebro, en sus células. Tomemos, por ejemplo, a un campesino que está vendimiando al sol: su piel se enrojece, pero una vez vuelto a casa, durante la noche, su cerebro da la orden de poner en circulación la melanina: comienza así el bronceado para proteger la piel que no correrá ya el peligro de quemarse por los rayos solares: se trata de un proceso biológico, programado, automático.
Para los animales vale el mismo tipo de programación: sobrevivir y preservar la especie.
MADRE LEONA. La leona pare sus cachorros y durante el tiempo de amamantamiento deja de estar en celo; es madre, y no la hembra del león. Pero el rey del bosque no está nada contento con la situación, ya que su única función biológica es aparearse de nuevo con la leona para la preservación de la especie; el león es una especie de receptáculo de espermatozoides y tiene ciento cincuenta relaciones sexuales por semana. A menudo trata de dar muerte a sus crías, y de conseguirlo la leona vivirá inmediatamente un conflicto de autodesvalorización por no haber sido capaz de protegerlas, por no haber sido una buena madre, que desencadenará una necrosis en sus ovarios. Pero con el paso del tiempo superará el problema y comenzará reparando la necrosis con quistes ováricos cuya función no es otra que producir más estrógenos para una vuelta del calor que hará posible un nuevo apareamiento. Es una programación biológica que proviene de la filogénesis, la historia de la evolución.Para marcar su territorio e identificar su propiedad, los animales orinan a lo largo del perímetro de la misma y defecan en medio de ella, tapando a continuación sus propios excrementos.
Pues el hombre actúa del mismo modo, pero, dado que se dice civilizado, ha inventado el retrete para hacer sus necesidades siempre en el mismo sitio. Sin embargo, la función biológica de orinar y de defecar sigue siendo la misma: tanto es así que la mayor parte de la gente que se va de vacaciones está con frecuencia estreñida los primeros días porque se ha alejado de su propio territorio; basta con regresar y todo vuelve a ser como antes (admitiendo que la casa sea, efectivamente, tomada como «el propio territorio»).
Recordamos a un señor que se levantaba tres o cuatro veces por la noche para ir a orinar; preocupado por la situación fue a ver al médico para someterse a todos los exámenes que hiciera falta; los análisis y las revisiones no revelaron nada fuera de lo normal. Su problema había comenzado poco tiempo después de la llegada al piso de arriba de una familia numerosa y bullanguera que tenía la costumbre de dar, todas las noches, cenas y fiestas que se prolongaban hasta entrada la noche. ¿Cómo vivía la situación nuestro amigo? Para él era como si todas las noches, en cierto sentido, los vecinos del piso de arriba invadieran su territorio, y su cerebro, alertado por esta emoción, daba la orden de levantarse para ir a orinar, a «marcar» el territorio a fin de protegerlo de la sonora invasión de los vecinos: un proceso biológico, pero si nuestro amigo no hubiera vivido conflictivamente la llegada de nuevos vecinos nada de esto habría sucedido.
Este ejemplo introduce un concepto muy importante: la existencia de una tríada indisociable de mente-cerebro-cuerpo, tres unidades que funcionan siempre conjuntamente.
En tanto la medicina se obstine en ocuparse únicamente de la célula olvidando que el hombre es un compuesto de emociones (cada uno vive los acontecimientos de la vida de modo muy personal), cerebro (nuestra central de mando para la supervivencia y la preservación de la especie) y cuerpo (el único campo de acción a disposición del cerebro), no podrá llegar nunca a comprender el significado de la enfermedad ni sus leyes de funcionamiento.
¿Cómo funcionan estas cuatro unidades? Supongamos que alguien da un bonito paseo por las montañas, juega una partida de tenis, nada una hora en la piscina, o hace ejercicios físicos en el gimnasio; a su vuelta a casa nuestro deportista habrá gastado el azúcar de los músculos, pero su mente lo sabe e informa de ello al cerebro que a su vez da órdenes a las piernas de que vayan a la cocina, a las manos de que preparen un bocadillo, al estómago de que lo digieran, al intestino de que lo asimile para volver a proporcionar azúcar a los músculos. ¿No es acaso lo que hacen todos los días los niños? Juegan y comen.
Tratad ahora de cerrar los ojos y de imaginar que tenéis entre las manos medio limón, con su brillante pulpa, el aroma, la cáscara fresca entre los dedos, y pensad en hincarle el diente, sentir el jugo ácido en vuestra lengua, descendiendo lentamente por la garganta: ¿cuál es vuestra reacción? Aumenta la segregación de saliva: el cerebro está dando las órdenes al cuerpo para preparar al estómago a recibir el limón y a comenzar la digestión, por más que, en realidad, ninguna gota de jugo ha penetrado aún.
Así pues: el cerebro no está en condiciones de distinguir entre lo real y lo simbólico, entre la realidad y la imaginación.
EL BOCADO EN EL ESTÓMAGO
Una manada de lobos está cazando en el monte; aunque la comida escasea, de repente uno de los lobos encuentra la pata de un conejo salvaje muerto desde hace varios días: para que no se la arrebaten los otros lobos se la traga a toda prisa, pero como la pata es demasiado gruesa se le queda en el estómago. El lobo se halla en peligro de muerte, ya que mientras la pata sigue en el estómago pierde todo apetito. Se trata de una situación de emergencia que no sabe cómo resolver. Inmediatamente se pone en acción el cerebro y le ordena al cuerpo que lleve a cabo una proliferación celular en el estómago justo allí donde se encuentra el hueso de la pata: ¡se trata de un tumor! Pero todo tiene un sentido y lo que se diría una enfermedad inexorable se revela en cambio como la solución perfecta del cerebro para la supervivencia del lobo. Se ha demostrado, efectivamente, en el laboratorio que las células tumorales del estómago segregan una cantidad de ácido clorhídrico que tiene un poder digestivo de tres a diez veces superior al de las células normales. Así el hueso puede ser digerido más rápidamente y el lobo podrá sobrevivir. Una vez cesadas las alarmas, desaparecido el peligro, el cerebro da la orden al cuerpo de eliminar el tumor , y el lobo podrá nuevamente reunirse con la manada y volver a cazar.
El señor Mario B., de cincuenta años, ha dedicado toda su vida laboral a una pequeña empresa de muebles de oficina. Una buena mañana, al llegar al trabajo, el propietario le llama y le anuncia sin demasiados preámbulos su despido. Mario B. se queda sin respiración, incapaz de la menor reacción, sin poder explicarse la razón del mismo. Luego descubrirá que su puesto ha sido ocupado por el hijo del amo. Es una mala pasada que nunca se hubiera esperado y lo expresa diciendo: «¡No puedo digerir que me despidan así!»Inmediatamente la mente informa al cerebro que transmite la orden a las células del estómago que dan comienzo a una proliferación celular, un tumor, para digerir el bocado indigesto que ha estado a punto de causar la muerte del señor Mario.
Estamos programados para sobrevivir y preservar la especie. El cerebro no establece diferencia entre lo real (la pata de conejo que se ha quedado en el estómago del lobo) y el imaginario (el despido de Mario, vivido como un bocado que se le ha atragantado). La enfermedad es, pues, la solución perfecta del cerebro en términos biológicos de supervivencia.
Mario puede resolver el problema eliminando el trauma emocional, o, de forma más «práctica», buscándose sencillamente otro trabajo. Si Mario no está en condiciones de eliminar el trauma ni de encontrar otro trabajo, el cerebro entrará en acción sobre el único campo que tiene a su disposición, es decir, el estómago, antes de que Mario consuma todas sus energías en el intento de… «digerir» el amargo bocado.
Intervendrá con el único medio que puede resolver a toda prisa el problema: ¡un tumor! ¡El tumor en el estómago será entonces, paradójicamente, la solución biológica para salvar la vida del señor Mario B.! Pero Mario habría podido vivir el trauma emocional de su despido de modo distinto (cada uno de nosotros tiene su historia, su educación, su pasado):
* «Estoy rabioso por la injusticia que he sufrido», patología de las vías biliares; * «Esto no me lo trago», patología del esófago; * «Es una mala pasada, no puedo dejarla pasar», patología del intestino delgado; * «Me ha hecho una guarrada», patología del colon; * «Tengo miedo de no tener ya mi propio espacio», patología de los bronquios; * «Se me viene todo encima», patología renal. * «No valgo ya para nada», patología ósea.
Cada vez que un individuo, en el curso de su existencia, se ve afectado por un trauma emocional que tiene las siguientes características:
– Es vivido de manera dramática (con todos los matices propios del caso, por lo que una gran emoción tendrá consecuencias más visibles que una pequeña contrariedad: de la bronquitis al cáncer de pulmón, según la intensidad del drama vivido);
– Nos coge desprevenidos, cuando menos se espera;
– La emoción se impone a la razón;
– Es vivido en soledad, rumiando continuamente el problema (aunque todos saben lo que nos ha sucedido, nadie sabe lo que hemos sentido);
– No se encuentra una solución satisfactoria.
Entonces, y sólo entonces, entra en acción el cerebro poniendo en marcha un programa biológico especial para la supervivencia del individuo. La intensidad del trauma emocional no tardará en determinar la gravedad de la enfermedad, mientras que el tipo de emoción sentida al comprobarse el trauma determinará la localización de la patología en el cuerpo.
La enfermedad es, pues, un desequilibrio simultáneo a nivel psíquico, cerebral y orgánico debido a un trauma emocional. Sin conflicto no hay enfermedad: darse cuenta de ello es el primer paso hacia la curación.
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