Rechazar a un ser humano, despreciarlo, humillarlo, es declarar que no es una criatura de Dios, y nadie tiene derecho a declarar, y ni siquiera de pensar una cosa semejante; nadie tiene derecho a interponerse entre esta criatura y su Padre celestial. Si alguno aplica su propia voluntad para apartarse del amor divino, evidentemente es libre de hacerlo; pero nadie puede apartarle, nadie tiene derecho a excluirle.
Incluso los seres menos evolucionados, incluso los más culpables son hijos e hijas de Dios. Dios ha puesto en ellos esta chispa, el espíritu, que es una emanación de Él mismo, y es la presencia de esta chispa la que les hace participar de la naturaleza divina. Cuando cometen faltas, merecen, claro, ser reprendidos, sancionados. Pero aunque nos veamos obligados a tratarles con severidad y a tenerlos apartados durante un tiempo, nunca debemos olvidar que existe en alguna parte dentro de ellos, profundamente enterrado, un germen divino, y que este germen divino debe ser respetado y cultivado. Es Dios mismo quien se siente ultrajado cuando humillamos a sus hijos.
Omraam Mikhaël Aïvanhov
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