El 12 de agosto de 1904, Rainer Maria Rilke escribió al joven poeta Franz Kappus acerca de la soledad:
Al hablar de soledad de nuevo, se hace cada vez más claro que esto en el fondo no es algo que uno pueda aceptar o rechazar. Somos solitarios. Podemos autoengañarnos y actuar como si esto no fuese así. Eso es todo. Pero cuán mejor es darse cuenta de que lo somos, sí, incluso proponerse asumirlo.
La práctica contemplativa significa, entre otras cosas, ser practicada en soledad. Esto no significa contemplación melancólica o auto-indulgente, sino practicar una forma especial de recuerdo del pasado, consciencia del presente, e imaginación del futuro de una forma que sea vivificante, clara e intuitiva. Aprendemos a ser correctamente solitarios, y llevar la profundidad de nuestra soledad al mundo con gracia y altruismo.
Por tanto es importante reservar momentos para la reflexión, para ejercicios contemplativos, y para la meditación. Pueden ser treinta minutos por la mañana o por la tarde o ambos. No importa la cantidad de tiempo empleado, los frutos de tal actividad son muchos y significativos. Por ejemplo, cuando practicamos para encontrar una correcta relación con los problemáticos pensamientos y sentimientos que ocupan nuestra vida interior, aprendemos a formarnos juicios y hábitos mentales correctos que nos benefician en nuestra vida diaria. La colérica reacción que saldría
normalmente de nuestros labios o la violencia que podemos desatar sobre nuestro adversario momentáneo es reprimida. Hemos llegado a conocer bien la dinámica del problema al haberla ensayado interiormente, y ahora la versión del mundo real ya no nos coge por sorpresa o con la guardia baja. Crecemos para llegar a ser, como Daniel Goleman lo llama, “emocionalmente inteligentes”. Regresaré a esto y a otros beneficios de la práctica contemplativa después, pero lo importante aquí es que mucho después de que la sesión de práctica ha acabado, sus frutos continúan apareciendo.
No necesitamos, en realidad no deberíamos, tratar de meditar todo el tiempo. El tiempo que reservamos para ello por la mañana o por la tarde debería tener un comienzo y un final. Los frutos de la meditación, sin embargo, compenetrarán todos los aspectos de nuestra vida, beneficiándonos no sólo a nosotros, sino también a los demás. Dedicar momentos específicos a la práctica contemplativa puede ser la parte más obvia y a menudo la más difícil del trabajo. Inevitablemente parece que una vez que se ha encontrado el momento y el lugar para sentarnos, suena un móvil olvidado, o el grito de un niño amado atraviesa el aire de la mañana y la puerta cerrada. En tales momentos sentimos la veracidad del dicho de que el descenso a la quietud de la meditación parece invocar al tumulto.
Si somos capaces de superar tales distracciones, ya sean externas o internas, el tiempo que dedicamos a una sesión práctica puede cambiarlo todo. El tiempo es importante, y nuestra apreciación de esa importancia puede ayudarnos a crear un espacio para ella en nuestras atareadas vidas. Ciertamente la práctica contemplativa puede vigorizarnos y ayudarnos a calmar el tumulto de la vida, pero también ofrece la ocasión para algo más. A través de la meditación me dirijo a aspectos del mundo y de mí mismo que de otro modo tiendo a olvidar (tales como la distracción de la atención, la irritabilidad innecesaria, y demás), y lo hago con una cualidad de atención que es rara en la vida normal. A menudo olvidamos la grandeza del mundo que habitamos así como el misterio de nuestras vidas. El simple acto de pararnos a reflexionar, y de mantener nuestra consciencia –suave pero firmemente- en estas olvidadas dimensiones del mundo y de nuestras vidas es un servicio e incluso un deber. ¿No se paran ustedes a atender al niño que aman incluso aunque estén atareados? ¿No pueden del mismo modo pararse para cultivar la soledad, que es el verdadero punto de partida?
Una vez reconocido, el silencio puede volverse tan importante como el sonido, la inacción tan esencial para nosotros como la acción. Cada elemento equilibra y apoya a su opuesto. Una vez descubierta esta dimensión sagrada de nuestro trabajo contemplativo, su importancia aumenta y nos dirigimos a ella con mayor facilidad. Llego a darme cuenta de que al final este trabajo no es sobre mí, mi perfeccionamiento o mi desarrollo. La contemplación es mucho más objetiva y su valor mucho más real de lo que reconocí al principio. Mi actividad interior mientras medito tiene un valor intrínseco. Conseguir empezar es importante no sólo para mí, sino por su propio bien (efecto cualitativo).
En vez de reglas, el practicante puede cultivar un conjunto de disposiciones o actitudes fundamentales que conducen a la virtud. Cuando la práctica está basada en estas disposiciones o actitudes uno siente que se ha establecido un fundamento moral adecuado. La primera actitud es la de humildad. Steiner llama a la humildad el portal o puerta que el contemplador debe franquear.[8] A través de ella ponemos el propio interés a un lado y reconocemos el gran valor de nuestros semejantes. La humildad conduce al “sendero de reverencia”. Aquí no estoy hablando de la reverencia a una persona, sino más bien de la reverencia hacia los elevados principios que buscamos encarnar. Las actitudes fundamentales de la humildad y la reverencia son incompatibles con el egoísmo, que es origen de mucha confusión moral.
¿Cómo cultivamos estas actitudes al comienzo de una sesión práctica? Aquí, como siempre, debe tenerse en cuenta al individuo. Lo que funciona para uno entorpecerá a otro. Para los místicos medievales, la plegaria era una entrada segura; estos meditantes, como muchos hoy, utilizaban las palabras de las Escrituras para cultivar la humildad y le devoción. Otros contemplativos modernos, sin embargo, pueden encontrar su asociación con la religión tradicional tan problemática que la plegaria es simplemente imposible. Muchos encuentran el camino hacia la humildad y la reverencia más fácilmente a través de la maravilla y el sobrecogimiento inspirados por el esplendor de la naturaleza. Evocar en la mente el cielo estrellado nocturno o la bóveda azul del cielo, o quizás un refugio favorito propio, tal como una roca, un árbol o el margen de un río especiales, puedan ayudarnos a encontrar nuestro camino hacia el portal de la humildad y el sendero de la reverencia.
En muchos individuos con los que he trabajado, he sentido la profunda paz y el simple gozo que experimentan al encontrar el lugar de la devoción interior cuando pasaban tiempo practicando la plegaria o la meditación sobre la naturaleza. A menudo desean quedarse ahí y profundizar su devoción, cultivarla no como un paso en el sendero hacia la investigación contemplativa, sino como una práctica con derecho propio. Como hablaré de esta posibilidad más tarde, para nuestros propósitos ahora reconoceremos el poder de la humildad, la reverencia y la devoción, y reconoceremos que estas actitudes proporcionan un sólido fundamento moral para la meditación. Su cultivo es una práctica en la virtud. Toda sesión práctica contemplativa debería comenzar atravesando el portal de la humildad y encontrando el sendero de la reverencia.
La clasificación de las aflicciones mentales y emociones negativas pueden encontrarse en la psicología Occidental así como en la Budista. Ciertamente, ¡el Budismo habla de 84.000 clases de emociones negativas! Aunque las 84.000 se reducen a cinco problemas fundamentales: odio, deseo, confusión, orgullo y envidia. Otra forma útil de organizar las alteraciones se basa en una imagen triformada de la vida interior humana: pensamiento, sentimiento y voluntad.
Después de trabajar higiénicamente sobre sus distracciones mentales y la inestabilidad emocional, el practicante aleja su atención del yo y la dirige a un conjunto de pensamientos y experiencias que van más allá de la vida personal. Las formas y contenidos posibles de la meditación en esta etapa son infinitamente variados.
Tomad por ejemplo las palabras atribuidas a Tales y que se dice que se inscribieron en el muro del Templo de Delfos: “¡Hombre, conócete a ti mismo!” Al principio este mandato parece sumergirnos de nuevo en nosotros mismos, pero este no es necesariamente el caso. Podemos acoger estas palabras de forma que se dirijan a la condición humana en general y no a nosotros en particular. Al comenzar la meditación, podemos simplemente pronunciar las palabras, repitiéndolas una y otra vez. Entonces podemos profundizar para “vivenciar las palabras”, manteniendo cada una de ellas en el centro de nuestra atención. Con cada palabra o frase hay una imagen o concepto asociado. Nos abrimos camino hacia delante y atrás repetidamente entre la palabra, la imagen y el concepto. Las palabras “conocer” y “ti mismo”, por ejemplo, asumen un carácter multifacético, con muchas capas, incluso infinito. El verso o línea meditativa es como una estrella en el horizonte, infinitamente lejana pero proporciona orientación e inspiración.
A causa de su riqueza existen innumerables formas de trabajar con cada meditación. Por ejemplo, primero pronuncio lentamente la frase varias veces de manera interior, pronunciándola silenciosamente para mí mismo. Le dedico a cada palabra toda mi atención, sintiendo su significado particular. Una vez que he centrado mi atención en estas palabras, “¡Hombre, conócete a ti mismo!”, desplazo entonces la voz que habla, de tal forma que las palabras sean pronunciadas desde fuera de la periferia, como si provinieran de los lejanos confines del espacio o de las “atalayas”, del cielo, y de la tierra. Las palabras se me dirigen; son una llamada desde el entorno más amplio que me rodea. La llamada se dirige específicamente a mí como ser humano. Es una llamada al auto-conocimiento. Escucho la llamada, hago una pausa, y asumo el mandato.
Me dirijo primero hacia mí mismo como ser humano físico. Siento el aspecto terrenal, substancial de mi ser: mi cuerpo físico. Comienzo con mis extremidades, mis manos y brazos, mis pies y piernas. Puedo incluso moverlas ligeramente para sentir su presencia física con mayor plenitud. Entonces me centro en mi sección media, mi pecho y mi espalda. Siento mi respiración y mi latido. Estos también forman parte de mi naturaleza física. Finalmente me centro en mi cabeza, que descansa tranquilamente en lo alto de mi cuerpo; su sólida forma redonda alberga los sentidos, cerrados ahora al mundo. Las extremidades, el torso y la cabeza forman el ser humano físico. Me imagino cada uno de ellos y su relación mutua. Conozco al ser humano físico. Descanso durante un tiempo con esta imagen y experiencia en mi interior.
Después me dirijo a la vida interior de pensamientos, sentimientos e intenciones. Siento cómo mi voluntad se deja llevar misteriosamente. Mis intenciones para pensar o actuar culminan, a través de formas que me son desconocidas, en un flujo coordinado de movimiento. Vivo en esa actividad, que puedo dirigir. Es parte de mi naturaleza. Además tengo una vida plena de sentimientos. Los sentimientos de simpatía o antipatía, de agotamiento o alerta, de excitación o remordimiento están presentes en mi interior. Siento la importancia que tienen para mí, cuánto en mi vida está determinado por ellos o se refleja en ellos. Normalmente sólo soy parcialmente consciente de su importancia y sólo los controlo parcialmente. Su dominio se halla parcialmente velado aunque abierto a mi interés y respondiendo a mi actividad. Estos sentimientos constituyen una parte de mi naturaleza en no menor medida que mi cuerpo físico. Finalmente me dirijo a mis pensamientos. Mi vida de pensamiento es a la vez mi vida y además participa en algo que me trasciende. Me puedo comunicar con otras personas, compartir mis pensamientos con ellas. Esto indica algo universal en el pensamiento: como todos los demás, participo en una corriente universal de actividad pensadora. Sé, gracias a haberlo vivenciado interiormente, que el pensamiento es parte de mi naturaleza.
Los tres –pensamiento, sentimiento y voluntad- se entrelazan para formar un solo yo. Todos y cada uno de los pensamientos de mi meditación (a menos que me haya distraído) han sido premeditados, intencionados, y siento el flujo y el reflujo de sentimientos asociados con cada pensamiento. De estos pensamientos bien pueden resultar acciones. Los tres forman una unidad natural. Son como las extremidades, el tronco y la cabeza: separables aunque en realidad se encuentran entrelazados. Los tres son necesarios. Los tres son yo. Tranquilamente vivo en los tres y en el uno.
Finalmente, dirijo mi atención lejos del cuerpo, incluso lejos de mis pensamientos, sentimientos e intenciones. Dirijo mi atención a una presencia o actividad que anima pero trasciende todo esto. Se enciende en el pensamiento pero no es el contenido de pensamiento que vivencio. Este tercer aspecto de mí mismo es el más esquivo e invisible, y aun así siento que es el aspecto esencial y universal que es verdaderamente yo y no sólo yo. Sólo lo siento en su reflejo. Podría considerarse mi Yo, pero en una forma que no tiene género ni edad ni posee ninguna característica particular. Sin él sólo sería cuerpo y mente, materia física, sentimientos, pensamientos y hábitos, pero faltarían mi originalidad y mi genio. En el lenguaje de las reflexiones matutinas de Thoureau, estaría condenado a dormir para siempre, porque sólo este ser tiene la posibilidad de despertarme a una vida poética y divina. Al dirigir mi atención hacia este yo silencioso siento los indicios de un Yo que es un no-yo. Lo reconozco también como parte de mí, o quizás yo soy parte de él.
Entonces reúno los tres aspectos –cuerpo, alma y espíritu- en el espacio de mi meditación. Todos ellos conforman el yo; cada uno es real y está presente. Siento su presencia, su realidad, por separado y juntos. Mantengo este sentimiento el mayor tiempo posible, y entonces con una clara intención, vacío mi consciencia de estas imágenes e ideas. Me vacío completamente, pero mantengo mi atención abierta y viva silenciosamente en el espacio meditativo así preparado. He dado forma al vacío con mi actividad. Ahora que el espacio de mi meditación está vacío de mi contenido, de mis pensamientos y sentimientos, puedo mantener una atención abierta sin expectativas y sin tratar de captar nada. Sin tratar de ver o escuchar, sin embargo, puedo sentir o vivenciar algo reverberando en ese espacio, haciéndose sentir durante un tiempo más o menos largo, cambiando y después desapareciendo. Esperando, sin tratar de captar nada, uno se siente agradecido. En las palabras del Tao Te Ching,
El viaje de regreso es tan importante como el viaje de ida. Habiendo vivenciado nuestra salida a través de las palabras “¡Hombre, conócete a ti mismo!”, podemos pronunciarlas una vez más interiormente cuando estamos regresando. Cuando escuchamos por primera vez estas cinco palabras, su plenitud aún no era evidente, pero ahora que las hemos meditado, una profundidad o aura de significado las impregna. En el viaje de regreso escuchamos las palabras de una manera diferente; portan consigo capas de vivencias e imágenes. Buscamos integrar esa riqueza de experiencias en nuestras vidas según regresamos a casa.
Hemos nacido en una vida de servicio y trabajo. Esto es importante. La meditación no es ninguna evasión. Sólo es una preparación para la vida. Regresamos a nosotros mismos con mayor profundidad, más despiertos, y reafirmados por nuestro contacto con lo infinito, con los misterios de nuestra propia naturaleza, con lo divino. Si nuestra meditación ha tenido éxito, podemos incluso ser reticentes a regresar. Tal reticencia, sin embargo, no se halla en consonancia con los fundamentos morales del amor y el altruismo que establecimos al comienzo. Los frutos de la vida meditativa no son para que los acaparemos, sino para compartirlos. La contemplación se emprende adecuadamente como un acto desinteresado de servicio, y así el regreso es la verdadera meta. Si hemos vivido rectamente en el sagrado espacio de la meditación entonces seremos más aptos, más intuitivos para la vida y la amaremos aún más.
Si entramos a través del portal de la humildad, entonces salimos a través del portal de la gratitud. Hay un número infinito de maneras de decir gracias. De ese modo también existen incontables formas de cerrar una sesión meditativa. En la tradición Budista uno sella la meditación al dedicar sus frutos al beneficio de todos los seres que sienten, para que puedan liberarse del sufrimiento.
Arthur Zajonc
Traducido por Luis Javier Jiménez
Equipo Redacción Revista BIOSOPHIA